Pensamiento: Bertold Brecht - Las cinco dificultades para decir la verdad
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Pensamiento: Bertold Brecht - Las cinco dificultades para decir la verdad | Posted on 4:50
Las cinco dificultades
para decir la verdad
Bertolt Brecht
Berlín (Alemania),
1934.
El que quiera luchar hoy
contra la mentira y la ignorancia y escribir la verdad tendrá que vencer por lo
menos cinco dificultades. Tendrá que tener el valor de escribir la verdad
aunque se la desfigure por doquier; la inteligencia necesaria para descubrirla;
el arte de hacerla manejable como un arma; el discernimiento indispensable para
difundirla.
Tales dificultades son
enormes para los que escriben bajo el fascismo, pero también para los exiliados
y los expulsados, y para los que viven en las democracias burguesas.
I. El valor de escribir
la verdad
Para mucha gente es
evidente que el escritor debe escribir la verdad; es decir, no debe rechazarla
ni ocultarla, ni deformarla. No debe doblegarse ante los poderosos; no debe
engañar a los débiles. Pero es difícil resistir a los poderosos y muy
provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la desgracia ante los poderosos
equivale a la renuncia, y renunciar al trabajo es renunciar al salario.
Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente renunciar a la
gloria en general. Para todo ello se necesita mucho valor.
Cuando impera la
represión más feroz gusta hablar de cosas grandes y nobles. Es entonces cuando se
necesita valor para hablar de las cosas pequeñas y vulgares, como la
alimentación y la vivienda de los obreros. Por doquier aparece la consigna: «No
hay pasión más noble que el amor al sacrificio».
En lugar de entonar
ditirambos sobre el campesino hay que hablar de máquinas y de abonos que facilitarían
el trabajo que se ensalza. Cuando se clama por todas las antenas que el hombre
inculto e ignorante es mejor que el hombre cultivado e instruido, hay que tener
valor para plantearse el interrogante: ¿Mejor para quién? Cuando se habla de
razas perfectas y razas imperfectas, el valor está en decir: ¿Es que el hambre,
la ignorancia y la guerra no crean taras?
También se necesita
valor para decir la verdad sobre sí mismo cuando se es un vencido. Muchos perseguidos
pierden la facultad de reconocer sus errores, la persecución les parece la
injusticia suprema; los verdugos persiguen, luego son malos; las víctimas se
consideran perseguidas por su bondad. En realidad esa bondad ha sido vencida.
Por consiguiente, era una bondad débil e impropia, una bondad incierta, pues no
es justo pensar que la bondad implica la debilidad, como la lluvia la humedad.
Decir que los buenos fueron vencidos no porque eran buenos sino porque eran
débiles requiere cierto valor.
Escribir la verdad es
luchar contra la mentira, pero la verdad no debe ser algo general, elevado y ambiguo,
pues son estas las brechas por donde se desliza la mentira. El mentiroso se
reconoce por su afición a las generalidades, como el hombre verídico por su
vocación a las cosas prácticas, reales, tangibles. No se necesita un gran valor
para deplorar en general la maldad del mundo y el triunfo de la brutalidad, ni
para anunciar con estruendo el triunfo del espíritu en países donde éste es
todavía concebible. Muchos se creen apuntados por cañones cuando solamente
gemelos de teatro se orientan hacia ellos. Formulan reclamaciones generales en
un mundo de amigos inofensivos y reclaman una justicia general por la que no
han combatido nunca. También reclaman una libertad general: la de seguir
percibiendo su parte habitual del botín. En síntesis sólo admiten una verdad:
la que les suena bien.
Pero si la verdad se
presenta bajo una forma seca, en cifras y en hechos, y exige ser confirmada, ya
no sabrán qué hacer. Tal verdad no les exalta. Del hombre veraz sólo tienen la
apariencia. Su gran desgracia es que no conocen la verdad.
II. La inteligencia
necesaria para descubrir la verdad
Tampoco es fácil
descubrir la verdad. Por lo menos la que es fecunda. Así, según opinión
general, los grandes Estados caen uno tras otro en la barbarie extrema. Y una
guerra intestina que se desarrolla implacablemente puede degenerar en cualquier
momento en un conflicto generalizado que convertiría nuestro continente en un
montón de ruinas. Evidentemente, se trata de verdades. No se puede negar que
llueve hacia abajo: numerosos poetas escriben verdades de este género. Son como
el pintor que cubría de frescos las paredes de un barco que se estaba
hundiendo. El haber resuelto nuestra primera dificultad les procura una cierta
dificultad de conciencia. Es cierto que no se dejan engañar por los poderosos,
pero ¿escuchan los gritos de los torturados? No; pintan imágenes. Esta actitud
absurda les sume en un profundo desconcierto, del que no dejan de sacar
provecho; en su lugar otros buscarían las causas. No creáis que sea cosa fácil
distinguir sus verdades de las vulgaridades referentes a la lluvia; al
principio parecen importantes, pues la operación artística consiste
precisamente en dar importancia a algo. Pero mirad la cosa de cerca: os daréis
cuenta que no dejan de decir: no se puede impedir que llueva hacia abajo.
También están los que
por falta de conocimientos no llegan a la verdad. Y, sin embargo, distinguen
las tareas urgentes y no temen a los poderosos ni a la miseria. Pero viven de
antiguas supersticiones, de axiomas célebres a veces muy bellos. Para ellos el
mundo es demasiado complicado: se contentan con conocer los hechos e ignorar
las relaciones que existen entre ellos.
Me permito decir a todos
los escritores de esta época confusa y rica en transformaciones que hay que conocer
el materialismo dialéctico, la economía y la historia. Tales conocimientos se
adquieren en los libros y en la práctica si no falta la necesaria aplicación.
Es muy sencillo descubrir fragmentos de verdad, e incluso verdades enteras. El
que busca necesita un método, pero se puede encontrar sin método, e incluso sin
objeto que buscar. Sin embargo, ciertos procedimientos pueden dificultar la explicación
de la verdad: los que la lean serán incapaces de transformar esa verdad en
acción. Los escritores que se contentan con acumular pequeños hechos no sirven
para hacer manejables las cosas de este mundo. Pues bien, la verdad no tiene
otra ambición. Por consiguiente esos escritores no están a la altura de su
misión.
III. El arte de hacer la
verdad manejable como arma
La verdad debe decirse
pensando en sus consecuencias sobre la conducta de los que la reciben.
Hay verdades sin
consecuencias prácticas. Por ejemplo, esa opinión tan extendida sobre la
barbarie: el fascismo sería debido a una oleada de barbarie que se ha abatido
sobre varios países, como una plaga natural. Así, al lado y por encima del
capitalismo y del socialismo habría nacido una tercera fuerza: el fascismo.
Para mi, el fascismo es una fase histérica del capitalismo, y, por
consiguiente, algo muy nuevo y muy viejo. En un país fascista el capitalismo
existe solamente como fascismo. Combatirlo es combatir el capitalismo, y bajo
su forma más cruda, más insolente, más opresiva, más engañosa.
Entonces, ¿de qué sirve
decir la verdad sobre el fascismo que se condena si no se dice nada contra el capitalismo
que lo origina? Una verdad de este género no reporta ninguna utilidad práctica.
Estar contra el fascismo
sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie,
equivale a reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo.
Los demócratas burgueses
condenan con énfasis los métodos bárbaros de sus vecinos, y sus acusaciones
impresionan tanto a sus auditorios que éstos olvidan que tales métodos se
practican también en sus propios países.
Ciertos países logran todavía
conservar sus formas de propiedad gracias a medios menos violentos que otros.
Sin embargo, los monopolios capitalistas originan por doquier condiciones
bárbaras en las fábricas, en las minas y en los campos. Pero mientras que las
democracias burguesas garantizan a los capitalistas, sin recurso a la
violencia, la posesión de los medios de producción, la barbarie se reconoce en
que los monopolios sólo pueden ser defendidos por la violencia declarada.
Ciertos países no tienen
necesidad, para mantener sus monopolios bárbaros, de destruir la legalidad instituida,
ni su confort cultural (filosofía, arte, literatura); de ahí que acepten
perfectamente oír a los exiliados alemanes estigmatizar su propio régimen por
haber destruido esas comodidades. A sus ojos es un argumento suplementario en
favor de la guerra.
¿Puede decirse que
respetan la verdad los que gritan: «Guerra sin cuartel a Alemania, que es hoy
la verdadera patria del «mal», la oficina del infierno, el trono del
anticristo»? No. Los que así gritan son tontos, impotentes gentes peligrosas.
Sus discursos tienden a la destrucción de un país, de un país entero con todos
sus habitantes, pues los gases asfixiantes no perdonan a los inocentes.
Los que ignoran la
verdad se expresan de un modo superficial, general e impreciso. Peroran sobre
el «alemán», estigmatizan el «mal», y sus auditorios se interrogan: ¿Debemos
dejar de ser alemanes?
¿Bastará con que seamos
buenos para que el infierno desaparezca? Cuando manejan sus tópicos sobre la
barbarie salida de la barbarie resultan impotentes para suscitar la acción. En
realidad no se dirigen a nadie. Para terminar con la barbarie se contentan con
predicar la mejora de las costumbres mediante el desarrollo de la cultura. Eso
equivale a limitarse a aislar algunos eslabones en la cadena de las causas y a
considerar como potencias irremediables ciertas fuerzas determinantes, mientras
que se dejan en la oscuridad las fuerzas que preparan las catástrofes. Un poco
de luz y los verdaderos responsables de las catástrofes aparecen claramente:
los hombres. Vivimos una época en que el destino del hombre es el hombre.
El fascismo no es una
plaga que tendría su origen en la «naturaleza» del hombre. Por lo demás, es un modo
de presentar las catástrofes naturales que restituyen al hombre su dignidad
porque se dirigen a su fuerza combativa.
El que quiera describir
el fascismo y la guerra grandes desgracias, pero no calamidades «naturales» debe
hablar un lenguaje práctico: mostrar que esas desgracias son un efecto de la
lucha de clases; poseedores de medios de producción contra masas obreras. Para
presentar verídicamente un estado de cosas nefasto, mostrad que tiene causas
remediables. Cuando se sabe que la desgracia tiene un remedio, es posible
combatirla.
IV. Cómo saber a quién
confiar la verdad
Un hábito secular,
propio del comercio de la cosa escrita, hace que el escritor no se ocupe de la difusión
de sus obras. Se figura que su editor, u otro intermediario, las distribuye a
todo el mundo. Y se dice: yo hablo, y los que quieren entenderme, me entienden.
En la realidad, el escritor habla, y los que pueden pagar, le entienden. Sus
palabras jamás llegan a todos, y los que las escuchan no quieren entenderlo
todo.
Sobre esto se ha dicho
ya muchas cosas, pero no las suficientes. Transformar la «acción de escribir a alguien»
en «acto de escribir» es algo que me parece grave y nocivo. La verdad no puede
ser simplemente escrita; hay que escribirla a alguien. A alguien que sepa
utilizarla. Los escritores y los lectores descubren la verdad juntos.
Para ser revelado, el
bien sólo necesita ser bien escuchado, pero la verdad debe ser dicha con
astucia y comprendida del mismo modo. Para nosotros, escritores, es importante
saber a quién la decimos y quién nos la dice; a los que viven en condiciones
intolerables debemos decirles la verdad sobre esas condiciones, y esa verdad
debe venirnos de ellos. No nos dirijamos solamente a las gentes de un solo sector:
hay otros que evolucionan y se hacen susceptibles de entendernos. Hasta los
verdugos son accesibles, con tal que comiencen a temer por sus vidas. Los
campesinos de Baviera, que se oponían
a todo cambio de
régimen, se hicieron permeables a las ideas revolucionarias cuando vieron que
sus hijos, al volver de una larga guerra, quedaban reducidos al paro forzoso.
La verdad tiene un tono.
Nuestro deber es encontrarlo. Ordinariamente se adopta un tono suave y dolorido:
«yo soy incapaz de hacer daño a una mosca». Esto tiene la virtud de hundir en
la miseria a quien lo escucha. No trataremos como enemigos a quienes emplean
este tono, pero no podrán ser nuestros compañeros de lucha. La verdad es de
naturaleza guerrera, y no sólo es enemiga de la mentira, sino de los
embusteros.
V. Proceder con astucia
para difundir la verdad
Orgullosos de su valor
para escribir la verdad, contentos de haberla descubierto, cansados sin duda de
los esfuerzos que supone el hacerla operante, algunos esperan impacientes que
sus lectores la disciernan. De ahí que les parezca vano proceder con astucia
para difundir la verdad.
Confucio alteró el texto
de un viejo almanaque popular cambiando algunas palabras: en lugar de escribir
«el maestro Kun hizo matar al filósofo Wan», escribió: «el maestro Kun hizo asesinar
al filósofo Wan». En el pasaje donde se hablaba de la muerte del tirano Sundso,
«muerto en un atentado», reemplazó la palabra «muerto» por «ejecutado»,
abriendo la vía a una nueva concepción de la historia.
El que en la actualidad
reemplaza «pueblo» por «población», y «tierra» por «propiedad rural», se niega ya
a acreditar algunas mentiras, privando a algunas palabras de su magia. La
palabra «pueblo» implica una unidad fundada en intereses comunes; sólo habría
que emplearla en plural, puesto que únicamente existen «intereses comunes»
entre varios pueblos. La «población» de una misma región tiene intereses
diversos e incluso antagónicos. Esta verdad no debe ser olvidada. Del mismo
modo, el que dice «la tierra», personificando sus encantos, extasiándose ante
su perfume y su colorido, favorece las mentiras de la clase dominante. Al fin y
al cabo, ¡qué importa la fecundidad de la tierra, el amor del hombre por ella y
su infatigable ardor al trabajarla!: lo que importa es el precio del trigo y el
precio del trabajo. El que saca provecho de la tierra no es nunca el que recoge
el trigo, y «el gesto augusto del sembrador» no se cotiza en Bolsa. El término
justo es «propiedad rural».
Cuando reina la
opresión, no hablemos de «disciplina», sino de «sumisión» pues la disciplina
excluye la existencia de una clase dominante. Del mismo modo, el vocablo
«dignidad» vale más que la palabra «honor», pues tiene más en cuenta al hombre.
Todos sabemos qué clase de gente se precipita para tener la ventaja de defender
el «honor» de un pueblo, y con qué liberalidad los ricos distribuyen el «honor»
a los que trabajan para enriquecerlos.
La astucia de Confucio
es utilizable también en nuestros días. También la de Tomás Moro. Este último describió
un país utópico idéntico a la
Inglaterra de aquella época, pero en el que las injusticias
se presentaban como costumbres admitidas por todo el mundo.
Cuando Lenin, perseguido
por la policía del Zar, quiso dar una idea de la explotación de Sajalín por la burguesía
rusa, sustituyó Rusia por el Japón y Sajalín por Corea. La identidad de las dos
burguesías era evidente, pero como Rusia estaba en guerra con el Japón la
censura dejó pasar el trabajo de Lenin.
Hay una infinidad de
astucias posibles para engañar a un Estado receloso. Voltaire luchó contra las supersticiones
religiosas de su tiempo escribiendo la historia galante de «La Doncella de Orleans»: describiendo
en un bello estilo aventuras galantes sacadas de la vida de los grandes.
Voltaire llevó a éstos a abandonar la religión (que hasta entonces tenían por
caución de su vida disoluta). De repente se hicieron los propagadores celosos
de las obras de Voltaire y ridiculizaron a la policía que defendía sus
privilegios. La actitud de los grandes permitió la difusión ilícita de las
ideas del escritor entre el público burgués, hacia el que precisamente apuntaba
Voltaire.
Decía Lucrecio que
contaba con la belleza de sus versos para la propagación de su ateísmo
epicúreo.
Las virtudes literarias
de una obra pueden favorecer su difusión clandestina. Pero hay que reconocer que
a veces suscitan múltiples sospechas. De ahí la necesidad de descuidarlas
deliberadamente en ciertas ocasiones. Tal sería el caso, por ejemplo, si se
introdujera en una novela policíaca –género literario desacreditado- la
descripción de condiciones sociales intolerables. A mi modo de ver, esto justificaría
completamente la novela policíaca.
En la obra de
Shakespeare se puede encontrar un modelo de verdad propagada por la astucia: el
discurso de Antonio ante el cadáver de César. Afirmando constantemente la
respetabilidad de Bruto, cuenta su crimen, y la pintura que hace de él es mucho
más aleccionadora que la del criminal.
Dejándose dominar por
los hechos, Antonio saca de ellos su fuerza de convicción mucho más que de su
propio juicio.
Jonathan Swift propuso
en un panfleto que los niños de los pobres fueran puestos a la venta en las carnicerías
para que reinara la abundancia en el país. Después de efectuar cálculos
minuciosos, el célebre escritor probó que se podrían realizar economías
importantes llevando la lógica hasta el fin. Swift jugaba al monstruo. Defendía
con pasión absolutista algo que odiaba. Era una manera de denunciar la
ignominia. Cualquiera podía encontrar una solución más sensata que la suya, o
al menos más humana; sobre todo, aquellos que no habían comprendido a dónde
conducía este tipo de razonamiento.
Militar a favor del
pensamiento, sea cual fuere la forma que éste adopte, sirve la causa de los oprimidos.
En efecto, los gobernantes al servicio de los explotadores consideran el
pensamiento como algo despreciable. Para ellos lo que es útil para los pobres
es pobre. La obsesión que estos últimos tienen por comer, por satisfacer su
hambre, es baja. Es bajo menospreciar los honores militares cuando se goza de
este favor inestimable: batirse por un país cuando se muere de hambre. Es bajo dudar
de un jefe que os conduce a la desgracia. El horror al trabajo que no alimenta
al que lo efectúa es asimismo una cosa baja, y baja también la protesta contra
la locura que se impone y la indiferencia por una familia que no aporta nada.
Se suele tratar a los hambrientos como gentes voraces y sin ideal, de cobardes
a los que no tienen confianza en sus opresores, de derrotistas a los que no
creen en la fuerza, de vagos a los que pretenden ser pagados por trabajar, etc.
Bajo semejante régimen, pensar es una actividad sospechosa y desacreditada.
¿Dónde ir para aprender a pensar? A todos los lugares donde impera la represión.
Sin embargo, el
pensamiento triunfa todavía en ciertos dominios en que resulta indispensable
para la dictadura. En el arte de la guerra, por ejemplo, y en la utilización de
las técnicas. Resulta indispensable pensar para remediar, mediante la invención
de tejidos «ersatz», la penuria de lana. Para explicar la mala calidad de los
productos alimenticios o la militarización de la juventud no es posible
renunciar al pensamiento. Pero recurriendo a la astucia se puede evitar el
elogio de la guerra, al que nos incitan los nuevos maestros del pensamiento.
Así, la cuestión ¿cómo orientar la guerra? lleva a la pregunta: ¿vale la pena
hacer la guerra? Lo que equivale a preguntar: ¿cómo evitar la guerra inútil?
Evidentemente, no es fácil plantear esta cuestión en público hoy. Pero ¿quiere
decir esto que haya que renunciar a dar eficacia a la verdad? Evidentemente no.
Si en nuestra época es
posible que un sistema de opresión permita a una minoría explotar a la mayoría,
la razón reside en una cierta complicidad de la población, complicidad que se
extiende a todos los dominios. Una complicidad análoga, pero orientada en
sentido contrario, puede arruinar el sistema. Por ejemplo, los descubrimientos
biológicos de Darwin eran susceptibles de poner en peligro todo el sistema,
pero solamente la Iglesia
se inquietó. La policía no veía en ello nada nocivo. Los últimos
descubrimientos físicos implican consecuencias de orden filosófico que podrían
poner en tela de juicio los dogmas irracionales que utiliza la opresión. Las
investigaciones de Hegel en el dominio de la lógica facilitaron a los clásicos
de la revolución proletaria, Marx y Lenin, métodos de un valor inestimable. Las
ciencias son solidarias entre sí, pero su desarrollo es desigual según los
dominios; el Estado es incapaz de controlarlos todos. Así, los pioneros de la
verdad pueden encontrar terrenos de investigación relativamente poco vigilados.
Lo importante es enseñar el buen método, que exige que se interrogue a toda
cosa a propósito de sus caracteres transitorios y variables. Los dirigentes
odian las transformaciones: desearían que todo permaneciese inmóvil, a ser
posible durante un milenio: que la
Luna se detuviese y el Sol interrumpiese su carrera. Entonces
nadie tendría hambre ni reclamaría alimentos. Nadie respondería cuando ellos
abriesen fuego; su salva sería necesariamente la última.
Subrayar el carácter
transitorio de las cosas equivale a ayudar a los oprimidos. No olvidemos jamás recordar
al vencedor que toda situación contiene una contradicción susceptible de tomar
vastas proporciones. Semejante método -la dialéctica, ciencia del movimiento de
las cosas- puede ser aplicado al examen de materias como la biología y la
química, que escapan al control de los poderosos, pero nada impide que se aplique
al estudio de la familia; no se corre el riesgo de suscitar la atención. Cada
cosa depende de una infinidad de otras que cambian sin cesar; esta verdad es peligrosa
para las dictaduras.
Pues bien, hay mil
maneras de utilizarla en las mismas narices de la policía. Los gobernantes que conducen
a los hombres a la miseria quieren evitar a todo precio que, en la miseria, se
piense en el Gobierno. De ahí que hablen de destino. Es al destino, y no al
Gobierno, al que atribuyen la responsabilidad de las deficiencias del régimen.
Y si alguien pretende llegar a las causas de estas insuficiencias, se le
detiene antes de que llegue al Gobierno.
Pero en general es
posible reclinar los lugares comunes sobre el destino y demostrar que el hombre
se forja su propio destino. Ahí tenéis el ejemplo de esa granja islandesa sobre
la que pesaba una maldición. La mujer se había arrojado al agua, el hombre se
había ahorcado. Un día, el hijo se casó con una joven que aportaba como dote
algunas hectáreas de tierra. De golpe, se acabó la maldición.
En la aldea se
interpretó el acontecimiento de diversos modos. Unos lo atribuyeron al natural
alegre de la joven; otros a la dote, que permitía, al fin, a los propietarios
de la granja comenzar sobre nuevas bases. Incluso un poeta que describe un
paisaje puede servir a la causa de los oprimidos si incluye en la descripción
algún detalle relacionado con el trabajo de los hombres. En resumen: importa
emplear la astucia para difundir la verdad.
Conclusión
La gran verdad de
nuestra época -conocerla no es todo, pero ignorarla equivale a impedir el descubrimiento
de cualquier otra verdad importante- es ésta: nuestro continente se hunde en la
barbarie porque la propiedad privada de los medios de producción se mantiene
por la violencia. ¿De qué sirve escribir valientemente que nos hundimos en la
barbarie si no se dice claramente por qué?
Los que torturan lo
hacen por conservar la propiedad privada de los medios de producción.
Ciertamente, esta
afirmación nos hará perder muchos amigos: todos los que, estigmatizando la
tortura, creen que no es indispensable para el mantenimiento de las formas
actuales de propiedad.
Digamos la verdad sobre
las condiciones bárbaras que reinan en nuestro país; así será posible suprimirlas,
es decir, cambiar las actuales relaciones de producción. Digámoslo a los que
sufren del statu quo y que, por consiguiente, tienen más interés en que
se modifique: a los trabajadores, a los aliados posibles de la clase obrera, a
los que colaboran en este estado de cosas sin poseer los medios de producción.
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