Diálogo del eximio Rafael Hitlodeo sobre la mejor forma de comunidad política.
Por el ilustre Tomás Moro, ciudadano y sheriff de Londres, ínclita ciudad de
Inglaterra
No ha mucho tiempo, hubo una serie de asuntos importantes entre el invicto rey de
Inglaterra, Enrique VIII, príncipe de un genio raro y superior, y el serenísimo príncipe
de Castilla, Carlos. Con tal motivo fui invitado en calidad de delegado oficial a
parlamentar y a conseguir un acuerdo sobre los mismos. Se me asignó por
compañero y colega a Cuthbert Tunstall, hombre sin igual, y, elevado años más
tarde, con aplauso de todos, al cargo de archivero, jefe de los archivos reales.
Nada diré aquí en su alabanza. Y no porque tema que nuestra amistad pueda
parecer se torna en lisonja. Creo que su saber y virtud están por encima de mis
elogios.
Por otra parte, su reputación es tan brillante que lanzar al viento sus méritos, sería
como querer, según el refrán, «alumbrar al sol con un candil».
Según lo convenido, nos reunimos en Brujas con los delegados del príncipe Carlos.
Todos ellos eran hombres eminentes. El mismo prefecto de Brujas, varón magnífico,
era jefe y cabeza de esta comisión, si bien Jorge de Themsecke, preboste de
Cassel, era su portavoz y animador. Este hombre cuya elocuencia se debía menos al
arte que a la naturaleza, pasaba por uno de los jurisconsultos más expertos en
asuntos de Estado. Su capacidad personal, unida a un largo ejercicio en los
negocios públicos, hacían de él un hábil diplomáticos.
Tuvimos varias reuniones, sin haber llegado a ningún acuerdo en varios puntos. En
vista de ello, nuestros interlocutores se despidieron de nosotros, por unos días,
dirigiéndose a Bruselas con el fin de conocer el punto de vista del príncipe.
Ya que las cosas habían corrido así, creí que lo mejor era irme a Amberes. Estando
allí, recibí innumerables visitas.
Ninguna, sin embargo, me fue tan grata como la de Pedro Gilles, natural de
Amberes. Todo un caballero, honrado por los suyos con toda justicia. Difícilmente
podríamos encontrar un joven tan erudito y tan honesto. A sus más altas cualidades
morales y a su vasta cultura literaria unía un carácter sencillo y abierto a todos. Y su
corazón contiene tal cariño, amor, fidelidad y entrega a los amigos que resultaría
difícil encontrar uno igual en achaques de amistad. De tacto exquisito, carece en
absoluto de fingimiento, distinguiéndose por su noble sencillez. Fue tan vivaz su
conversación y su talante tan agudo, que con su charla chispeante y su ameno trato
llegó a hacerme llevadera la ausencia de la patria, la casa, la mujer y los hijos a
quienes no veía desde hacía cuatro meses, y a quienes, como es lógico, quería
volver a abrazar.
Un día me fui a oír misa a la iglesia de Santa María, rato ejemplar de arquitectura
bellísima y muy frecuentada por el pueblo. Ya me disponía a volver a mi posada, una
terminado el oficio, cuando vi a nuestro hombre, charlando con un extranjero
entrado en años. De semblante adusto y barba espesa, llevaba colgado al hombro,
con cierto descuido, una capa. Me pareció distinguir en él a un marinero. En esto me
ve Pedro, se acerca y me saluda. Al querer yo devolverle el saludo me apartó un
poco y señalando en dirección al hombre con quien le había visto hablar me dijo:
-¿Ves a ése? Estaba pensando en llevártelo a tu casa. -Si viene de tu parte, le
recibiría encantado, le respondí.
-Si le conocieras, se recomendaría a sí mismo. No creo que haya otro en el mundo
que pueda contarte más cosas de tierras y hombres extraños. Y sé lo curioso que
eres por saber esta clase de cosas.
-Según eso -dije yo entonces- no me equivoqué. Apenas le vi, sospeché que se
trataba de un patrón de navío.
-Pues te equivocas. Porque, aunque este hombre ha navegado, no lo ha hecho como
lo hiciera Palinuro, sino como Ulises, o mejor, como Platón. Escucha:
-Rafael Hitlodeo (el primer nombre es el de familia) no desconoce el latín y posee a
la perfección el griego. El estudio de la filosofia, a la que se ha consagrado
totalmente, le ha hecho cultivar la lengua de Atenas, con preferencia a la de Roma.
Piensa que los latinos no han dejado nada de importancia en este campo, a
excepción de algunas obras de Séneca y Cicerón.
Entregó a sus hermanos el patrimonio que le correspondía allá en su patria, Portugal.
Siendo joven, arrastrado por el deseo de conocer nuevas tierras acompañó a
Américo Vespucci en tres de los cuatro viajes que ya todo el mundo conoce. En el
último de ellos ya no quiso volver, Se empeñó y consiguió de Américo ser uno de los
venticuatro que se quedaron en una remota fortificación en los últimos
descubrimientos de la expedición. Al proceder así, no hacía sino seguir su
inclinación más dada a los viajes que a las posadas. Suele decir con frecuencia: «A
quien no tiene tumba el cielo le cubre» y «Todos los caminos sirven para llegar al
cielo». Desde luego, que, si Dios no se cuidara de él de modo tan singular, no iría
lejos con semejantes propósitos. De todos modos, una vez separado de Vespucci
se dio a recorrer tierras y más tierras con otros cinco compañeros. Tuvieron suerte,
pudiendo llegar a Trapobana y desde allí pasar a Calicut. Aquí encontró barcos
portugueses que le devolvieron a su patria cuando menos lo podía esperar.
Agradecí de veras a Pedro su atención al contarme todo esto, así como el haberme
deparado el gozo de la conversación de un hombre tan extraordinario. Y sin más,
saludé a Rafael con la etiqueta de rigor en estos casos al vernos por primera vez.
Los tres juntos nos dirigimos después a mi casa y comenzamos a charlar en el
huerto, sentados en unos bancos cubiertos de verde y fresca hierba.
Nos dijo Rafael cómo después de separarse de Vespucci, él y los compañeros que
habían permanecido en la fortaleza, comenzaron a entablar relaciones e
intercambios con los nativos. Pronto se sintieron entre ellos sin preocupación alguna
e incluso como amigos. Llegaron también a entablar amistad con un príncipe de no
sé qué región -su nombre se me ha borrado de la memoria. Este príncipe les
obsequió abundantemente con provisiones tanto durante su estancia como para el
viaje, que se hacía en balsas por agua, y en carretas por tierra. Les dio asimismo
cartas de recomendación a otros príncipes, poniéndoles, a tal efecto, un guía
excelente que les introdujera.
Nos contaba cómo habían encontrado en sus largas correrías, ciudades y reinos muy
poblados y organizados de forma admirable. Nos hizo ver que por debajo de la línea
del ecuador todo cuanto se divisa en todas las direcciones de la órbita solar es casi
por completo una inmensa soledad abrasada por un calor permanente. Todo es
árido y seco, en un ambiente hostil, habitado por animales salvajes, culebras y
hombres que poco se diferencian de las fieras en peligrosidad y salvajismo.
Pero a medida que se iban alejando de aquellos lugares, todo adquiría tonos más
dulces. El cielo era más limpio, la tierra se ablandaba entre verdores. Era más suave
la condición de animales y hombres. Otra vez se encontraban fortalezas, ciudades y
reinos que mantienen comercio constante por mar y por tierra, no sólo entre sí, sino
también, con países lejanos.
Esta situación les permitió descubrir tierras desconocidas en todas direcciones. No
había nave que emprendiera viaje que no les llevase con agrado a él y a sus
compañeros rumbo a otra nueva aventura.
Los primeros barcos que toparon eran de quilla plana, y las velas estaban zurcidas
de mimbres o de hojas de papiro. En otros lugares las velas eran de cuero.
Posteriormente encontraron quillas puntiagudas y velas de cáñamo. Y, por fin, barcos
iguales a los nuestros. Los marinos eran expertos conocedores del mar y del
firmamento.
Su reputación entre ellos creció de manera extraordinaria cuando les enseñó el
manejo de la brújula que no conocían. Este desconocimiento hacía que se
aventurasen mar adentro con gran cautela y sólo en el verano. Ahora en cambio,
brújula en mano desafina los vientos y el invierno con más confianza que seguridad;
pues, si no tienen cuidado, este hermoso invento que parecía llamado a procurarles
todos los bienes, podría convertirse por su imprudencia, en una fuente de males.
Me alargaría demasiado en contaros todo lo que nos dijo haber visto en aquellos
lugares. Por otra parte, no es éste el objeto de este libro. Tal vez en otro lugar refiera
lo que creo no debe dejarse en el tintero, a saber, la referencia a costumbres justas y
sabias de hombres que viven como ciudadanos responsables en algunos lugares
visitados.
Nuestro interés, en efecto, se cernía sobre una serie de temas importantes, que él se
deleitaba a sus anchas en aclarar. Por supuesto que en nuestra conversación no
aparecieron para nada los monstruos que ya han perdido actualidad. Escilas,
Celenos feroces y Lestrigones devoradores de pueblos, y otras arpías de la misma
especie se pueden encontrar en cualquier sitio. Lo difícil es dar con hombres que
están sana y sabiamente gobernados. Cierto que observó en estos pueblos muchas
cosas mal dispuestas, pero no lo es menos que constató no pocas cosas que
podrían servir de ejemplo adecuado para corregir y regenerar nuestras ciudades,
pueblos y naciones.
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