En otro lugar, como he dicho, hablaré de todo esto. Mi intento ahora es narrar únicamente y referir cuanto nos dijo sobre las costumbres y régimen de los utopianos. Trataré, primero, de reproducir la charla en que, como por casualidad, salió el tema de la República de Utopía.
Rafael acompañaba su relato de reflexiones profundas. Al examinar cada forma de gobierno, tanto de aquí como de allí, analizaba con sagacidad maravillosa lo que hay de bueno y de verdadero en una, de malo y de falso en otra. Lo hacía con tal maestría y acopio de datos que se diría haber vivido en todos esos sitios largo tiempo. Pedro, lleno de admiración por un hombre así, le dijo:
-Me extraña, mi querido Rafael, que siendo el que eres y dada tu ciencia y conocimientos de lugares y hombres, no te hayas colocado al servicio de alguno de esos reyes. Hubiera sido un placer para cualquiera de ellos. Al mismo tiempo le hubieras instruido con tus ejemplos y conocimientos de lugares y de hombres. Sin olvidar que con ello podrías atender a tus intereses personales y aportar una ayuda sustancial a los tuyos.
-No me inquieta la suerte de los mlos ni poco ni mucho -dijo Rafael-. Creo haber cumplido mi deber de forma suficiente. Dejé a los mlos y a los amigos siendo joven y en pleno vigor, lo que otros muchos no suelen hacer sino cuando están viejos y achacosos, y aun entonces, contra su gusto y voluntad. Creo que pueden estar contentos con mi liberalidad hacia ellos. Pero lo que no me pueden pedir es que, además, tenga yo que convertirme en siervo de ningún rey.
-Tenéis razón -replicó Pedro-. Pero no quise decir que fueras siervo, sino servidor.
-No veo más diferencia -contestó Rafael-, que la adición de una sílaba.
-Llámalo como quieras -insistió Pedro-: lo que quiero decir, es que ese es el camino para llegar a ser feliz tú, y en el que podrás ser útil tanto a la sociedad como a los ciudadanos.
-Me repugna -dijo Rafael-, ser más feliz a costa de un procedimiento que aborrezco. Ahora mismo vivo como quiero, cosa que dudo les suceda a muchos que visten de púrpura. Por lo demás, abundan y sobran los que apetecen la amistad de los Poderosos. Que yo les falte y algunos más semejantes a mí no creo que les cause excesivo perjuicio.
-Es claro, querido Rafael -dije yo entonces- que no hay en ti ambición de riquezas, ni de poder. Un hombre de tu talante me merece tanta estima y respeto como el que detesta el mayor poder. Por ello, me parece que sería digno de un espíritu tan magnánimo, y de un verdadero filósofo como tú, si te decidieras, aun a pesar de tus repugnancias y sacrificios personales, a dedicar tu talento y -actividades a la política. Para lograrlo con eficacia, nada mejor que ser consejero de algún príncipe. En tal caso -y yo espero que así lo harás- podrias aconsejarle -lo que creyeras justo y bueno. Tú sabes muy bien que un príncipe es como un manantial perenne del que brotan los bienes y los males del pueblo. Tienes, en efecto, un saber tan profundo que, aun en el caso de no tener experiencia en los negocios, serías un eminente
consejero de cualquier rey. Y tu experiencia es tan vasta que supliría a tu saber.
-Amigo Moro, te equivocas por partida doble. Prirnero en lo que a mi persona se refiere, y después en lo tocante a la república o Estado. Yo no poseo ese saber que me atribuyes, y, caso de tenerlo y sacrificar mi ocio, sería inútil a la cosa pública.
En primer lugar, la mayoría de los príncipes piensan y se ocupan más de los asuntos militares, de los que nada sé ni quiero saber, que del buen gobierno de la paz. Lo que les importa es saber cómo adquirir -con buenas o malas artes- nuevos dominios, sin preocuparse para nada de gobernar bien los que ya tienen. Por otra parte, hay consejeros de príncipes tan doctos que no necesitan -o al menos creen no necesitar- los consejos de otra persona. Parásitos como son, aceptan a los que les dan la razón o les halagan para granjearse la voluntad de los favoritos del príncipe. Así lo ha dispuesto la naturaleza: Cada uno se pitra por sus propios descubrimientos. ¡Al cuervo le ríe su cría y a la mona le gusta su hija!
En reuniones de gente envidiosa o vanidosa ¿no es, acaso, inútil explicar algo que sucedió en otros tiempos o que ahora mismo pasa en otros lugares? Al oírte, temen pasar por ignorantes y perder toda su reputación de sabios, a menos que descubran error y mentira en los hallazgos de otros. A falta de razones con que rebatir los argumentos, se refugian invariablemente, en este tópico: «Esto es lo que siempre hicieron nuestros mayores. Ya podíamos nosotros igualar su sabiduría». Al decir esto, zanjan toda discusión y se sienten felices. Les parece mal que alguien sea más sabio que los antepasados. Cierto que todos estamos dispuestos a aceptar todo lo bueno que nos han legado en herencia. Pero con el mismo rigor sostenemos que hay que aceptar y mantener lo que vemos debe mudarse. Con frecuencia me he encontrado en otras partes este tipo de mentes absurdas, soberbias y retrógradas. Incluso en Inglaterra me topé con ellas.
-¿Has estado en Inglaterra? -le pregunté.
-Sí, he estado. Paré allí unos meses, no mucho después de la matanza que siguió a la guerra civil que tuvo enfrentados a los ingleses occidentales contra su rey y que acabó con la derrota de los sublevados. Con tal motivo quedé muy obligado al Reverendísimo Padre Juan Morton, Cardenal Arzobispo de Canterbury y que era, a la sazón, también Canciller de Inglaterra. ¡Qué hombre tan extraordinario!, mi querido Pedro -pues a Moro no le puedo decir nada nuevo- un hombre más venerable por su carácter y virtud, que por su alta jerarquía, Era más bien pequeño, y, a pesar de su edad avanzada, andaba erguido. Al hablar inspiraba respeto sin llegar al temor. Su trato era afable, si bien serio y digno.. Su profunda ironía le llevaba a exasperar, sin llegar a ofender, a quienes le pedían algo, poniendo con ello a prueba el temple y saber de los mismos. Esto le agradaba, siempre que hubiese moderación, y si le complacían aceptaba a los candidatos para los cargos públicos. Su léxico era puro y enérgico; su ciencia del derecho profunda, su juicio exquisito y su memoria rayando en lo extraordinario. Estas cualidades, grandes en sí mismas, lo eran más por el cultivo y el estudio constante de las mismas. Estando allí pude observar que el rey fiaba mucho en sus consejos, y le consideraba como uno de los más firmes pilares del Estado. ¡Qué de extraño tiene que, llevado muy joven de la escuela a la corte y mezclado en multitud de asuntos graves y zarandeado por acontecimientos de la más diversa índole, adquiriera un
profundo sentido de la vida a costa de tantos trabajos y pruebasí ¡Ciencia así adquirida, difícilmente se olvida!
La casualidad me hizo encontrar, un día en que estaba comiendo con el cardenal, a un laico versado en nuestras leyes. Este comenzó, no sé a qué propósito, a ponderar la dura justicia que se administraba a los ladrones. Contaba complacido cómo en diversas ocasiones había visto a más de veinte colgados de una misma cruz. No salía de su asombro al observar que siendo tan pocos los que superaban tan atroz prueba, fueran tantos los que por todas partes seguían robando.
-No debes extrañarle de ello -me atreví a contestarle delante del Cardenal-: semejante castigo infligido a los ladrones ni es justo ni útil. Es desproporcionadamente cruel como castigo de los robos e ineficaz como remedio. Un robo no es un crimen merecedor de la pena capital. Ni hay castigo tan horrible que prive de robar a quien tiene que comer y vestirse y no halla otro medio de conseguir su sustento. No parece sino que en esto, tanto en Inglaterra como en otros países, imitáis a los malos pedagogos: prefieren azotar a educar. Se promulgan penas terribles y horrendos suplicios contra los ladrones, cuando en realidad lo que habría que hacer es arbitrar medios de vida. ¿No sería mejor que nadie se viera en la necesidad de robar para no tener que sufrir después por ello la pena Capital?.
-«Ya se ha hecho en este aspecto más que, suficiente», me respondió. La industria y la agricultura son otros tantos medios de que dispone el pueblo para obtener los medios de subsistencia. A no ser que quieran emplearlos para el mal.
-«No se puede zanjar así la cuestión», repliqué. ¿Es que podemos olvidarnos de los que vuelven mutilados a casa, tanto de las guerras civiles como con el extranjero? ¿Es que ignoras que muchos soldados perdieron uno o varios miembros en la batalla de Cornuailles y anteriormente en las campañas de Francia? Estos hombres mutilados por su rey y por su patria ya no pueden hacer las cosas que antes hacían. La edad, por otra parte, no les permite aprender nuevos oficios. Pero vamos a olvidarnos de estos, ya que las guerras no son de todos los días.
Detengámonos en casos que ocurren todos los días. Ahí están los nobles cuyo número exorbitado vive como zánganos a cuenta de los demás. Con tal de aumentar sus rentas no dudan en explotar a los colonos de sus tierras, desollándolos vivos. Derrochadores hasta la prodigalidad y mendacidad, es el único tipo de administración que conocen. Pero además, se rodean de hombres haraganes que nunca se han preocupado de saber ni aprender ningún modo de vivir y trabajar.
Si muere el patrón o si alguno de ellos enferma, son inmediatamente despedidos. Estos nobles prefieren alimentar a vagos que cuidar enfermos. Con frecuencia, el heredero del difunto no tiene fondos de inmediato para dar de comer al ejército de vagos. En tal caso o la gente se prepara a pasar hambre negra o se dedica con saña al robo ¿Les queda otra salida? Yendo de una parte a otra empeñan su salud y sus vestidos. Ya no hay noble que acoja a estos hombres escuálidos por la enfermedad y vestidos de harapos. Los mismos campesinos desconfían de quienes han vivido en la molicie y los placeres y son diestros en el uso de la espada y la adarga. Saben que miran a todos con aire fanfarrón y no se prestan fácilmente a
manejar el pico y el azadón, sirviendo al pobre labrador por una comida frugal y un salario ruin.
-«Precisamente este tipo de hombres -arguyó mi intercolutor- es el que hay que promover ante todo. Son hombres de espíritu más noble y más alto que los artesanos y labradores. En ellos reside el coraje y el valor de un ejército de que hay que disponer en caso de una guerra.
¿«Quiere ello decir -le respondí yo- que por la guerra hemos de mantener a los ladrones que, por otra parte, nunca faltarán mientras haya soldados? Los ladrones no son los peores soldados, y los soldados no se paran en barras a la hora de robar. ¡Tan bien se compaginan ambos oficios! Por lo demás, esta plaga del robo, no es exclusiva nuestra: es común a casi todas las naciones. Ahí tenemos a Francia sometida a una peste todavía más peligrosa. Todo el país se encuentra, aun en tiempo de paz -si es que a esto se puede llamar paz- lleno de mercenarios, mantenidos por la misma falsa razón que os induce a vosotros los ingleses a mantener esa turba de vagos.
Piensan estos morosofos medio sabios, medio aventureros, que la salvación del Estado estriba en mantener siempre en pie de guerra un ejército fuerte y poderoso compuesto de veteranos. Los bisoños no les interesan. Y llegan a pensar incluso que hay que suscitar guerras y degollar de vez en cuando algunos hombres para que -como dice socarronamente Salustio- su brazo y su espíritu no se emboten por la inacción.
-Lo peligroso de esta teoría está en alimentar bestias tales, y Francia lo está aprendiendo a costa suya. Un ejemplo de ello lo tenemos también entre los romanos, cartagineses y sitios y otros muchos pueblos. Estos ejércitos permanentes arruinaron su poder junto con sus campos y ciudades. Un ejemplo claro de lo inútil que resulta mantener todo, este aparato nos lo ofrecen los soldados franceses. A pesar de haber sido educados en las armas desde muy jóvenes, no se puede decir que hayan salido siempre airosos y con gloria al enfrentarse con los reservistas ingleses. Y basta de este punto, porque no parezca a los presentes que os halago. Por otra parte, difícilmente puedo creer que los artesanos o los rudos y sufridos campesinos tengan que temer gran cosa de los ociosos criados de los nobles. Quizás algunos de cuerpo débil y faltos de arrojo, así como agotados por la miseria familiar. Porque has de saber que los cuerpos robustos y bien comidos -sólo a estos corrompen los señores- se debilitan con la pereza y se ablandan con ocupaciones casi mujeriles. Pero el peligro de afeminamiento desaparece si se les enseña un oficio que les permita vivir y ocuparse en trabajos varoniles.
-Todo considerado, no veo manera de justificar esa inmensa turba de perezosos por la simple posibilidad de que puede estallar una guerra. Guerra que se podría siempre evitar, si es que de verdad se quiere la paz, tesoro más preciado que la guerra.
Hay, además, otras causas del robo. Existe otra, a mi juicio, que es peculiar de vuestro país.
-¿Cuál es?, preguntó el Cardenal.
-Las ovejas -contesté- vuestras ovejas. Tan mansas y tan acostumbradas a alimentarse con sobriedad, son ahora, según dicen, tan voraces y asilvestradas que devoran hasta a los mismos hombres, devastando campos y asolando casas y aldeas. Vemos, en efecto, a los nobles, los ricos y hasta a los mismos abades, santos varones, en todos los lugares del reino donde se cria la lana más fina y más cara. No contentos con los beneficios y rentas anuales de sus posesiones, y no bastándoles lo que tenían para vivir con lujo y ociosidad, a cuenta del bien común -cuando no en su perjuicio- ahora no dejan nada para cultivos. Lo cercan todo, y para ello, si es necesario derribar casas, destruyen las aldeas no dejando en pie más que las iglesias que dedican a establo de las ovejas. No satisfechos con los espacios reservados a caza y viveros, estos piadosos varones convierten en pastizales desiertos todos los cultivos y granjas.
Para que uno de estos garduños -inexplicable y atroz peste del pueblo- pueda cercar una serie de tierras unificadas con varios miles de yugadas, ha tenido que forzar a sus colonos a que le vendan sus tierras. Para ello, unas veces se ha adelantado a cercarías con engaño, otras les ha cargado de injurias, y otras los ha acorralado con pleitos y vejaciones. Y así tienen que marcharse como pueden hombres, mujeres, maridos, esposas, huérfanos, viudas, padres con hijos pequeños, familias más numerosas que ricas, pues la tierra necesita muchos brazos.
Emigran de sus lugares conocidos y acostumbrados sin encontrar dónde asentarse. Ante la necesidad de dejar sus enseres, ya de por sí de escaso valor, tienen que venderlos al más bajo precio. Y luego de agotar en su ir y venir el poco dinero que tenían, ¿qué otro camino les queda más que robar y exponerse a que les ahorquen con todo derecho o irse por esos caminos pidiendo limosna? En tal caso, pueden acabar también en la cárcel como maleantes, vagos, por más que ellos se empeñen en trabajar, si no hay nadie que quiera darles trabajo. Por otra parte, ¿cómo darles trabajo si en las faenas del campo que era lo suyo ya no hay nada que hacer? Ya no se siembra. Y para las faenas del pastoreo, con un pastor o boyero sobra para guiar los rebaños en tierras que labradas necesitaban muchos más brazos.
Así se explica también que, en muchos lugares, los precios de los víveres hayan subido vertiginosamente. Y lo más extraño es que la lana se ha puesto tan cara, que la pobre gente de estas tierras no puede comprar ni la de la más ínfima calidad, con que solían hacer sus paños. De esta manera, mucha gente sin trabajo cae en la ociosidad.
Por si fuera poco, después de incrementarse los pastizales, la epizootia diezmó las ovejas, como si la ira de Dios descargara sobre los rebaños su cólera por la codicia de los dueños. Hubiera sido más justo haberla dejado caer sobre la cabeza de éstos. Pues no se ha de creer, que, aunque el número de ovejas haya aumentado, no por ello baja el precio de la lana. La verdad es que, si bien no existe un «monopolio» en el sentido de que sea uno quien la vende, sí existe un «oligopolio». El negocio de la lana ha caído en manos de unos cuantos que, además, son ricos. Ahora bien, éstos no tienen prisa en vender antes de lo que les convenga. Y no les conviene sino a buen precio.
Por la misma razón, e incluso con más fuerza, se han encarecido las otras especies
de vacuno. La destrucción de los establos y la reducción del área cultivada, ha traído como consecuencia que nadie se preocupe de su reproducción y de su cría. Porque estos nuevos ricos no se preocupan de obtener crías de vacuno o de ovino. Las compran flacas y a bajo precio en otros sitios y las engordan en sus pastizales para venderlas después al mejor precio |
|
|
|
|
|
Comments (0)
Publicar un comentario