Cuento Breve: Thomas Hardy - El Brazo Marchito (Wessex Tales 1888) - 7 - El ermitaño de la ribera - Links
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Cuento Breve: Thomas Hardy - El Brazo Marchito (Wessex Tales 1888) - 7 - El ermitaño de la ribera - Links | Posted on 23:55
El ermitaño de la ribera
En aquella fecha, y durante varios años después, había —casi— un verdugo para cada cárcel. Gertrude hizo indagaciones y averiguó que el funcionario de Casterbridge vivía en una cabaña solitaria a la vera de un río lento y profundo que manaba del risco sobre el cual estaban situados los edificios de la prisión —la corriente, aunque ella lo ignoraba, era la misma que, en una parte más baja de su curso, regaba los prados de Stickleford y Holmstoke.
Después de cambiarse de vestido, y antes de comer o beber nada —pues no podría estar tranquila hasta que hubiera averiguado algunos pormenores—, Gertrude prosiguió su camino, por un sendero a lo largo de la ribera, hasta la cabaña indicada. Al pasar por las inmediaciones de la cárcel, divisó, sobre el tejado plano, encima de la entrada, tres líneas rectangulares que se dibujaban contra el cielo, en el lugar donde, como había visto desde la lejanía, las pequeñas manchas se habían estado moviendo; reconoció la forma y pasó junto a ella rápidamente. Otras cien yardas la condujeron hasta la casa del verdugo, que un muchacho le señaló. Estaba al lado de la misma corriente, y muy cerca de una presa cuyas aguas emitían un rugido continuo.
Mientras se decidía, la puerta se abrió y apareció un viejo protegiendo la llama de una vela con la mano. El viejo cerró la puerta con llave por fuera, se volvió hacia una escalerilla de madera que estaba apoyada contra uno de los lados de la cabaña, y empezó a subir los peldaños; era, evidentemente, la escalera que conducía a su dormitorio. Gertrude avanzó apresuradamente hacia él, pero cuando llegó a los pies de la escalerilla él ya estaba arriba. Le llamó en voz lo bastante alta como para que se la oyera por encima del bramido de la presa; él miró hacia abajo y dijo:
—¿Qué busca usted aquí?
—Quiero hablar un minuto con usted.
La luz de la vela, a pesar de ser muy tenue, iluminó el rostro suplicante, pálido, vuelto hacia arriba de Gertrude, y Davies (así se llamaba el verdugo) volvió a bajar por la escalerilla.
Iba a acostarme ya —dijo—; «cuanto antes te acuestes, antes te levantarás»; pero no me importa esperar un minuto por alguien como usted. Entre en la casa. —Abrió la puerta de nuevo y precedió a Gertrude hasta el interior de la habitación.
Las herramientas de su trabajo cotidiano, que era el de un jardinero eventual, estaban en un rincón, y él, probablemente al ver que ella tenía un aspecto rural, dijo:
Si quiere usted contratarme para que trabaje en el campo no puedo ir, porque nunca salgo de Casterbridge ni por propios ni por extraños: no, yo no. Mi verdadera profesión es la de encargado de la justicia —añadió con solemnidad.
—¡Sí, sí! Eso es. ¡Mañana!
—¡Ah! Ya me lo suponía. Bueno, ¿qué pasa con eso? No sirve de nada venir aquí a hablar del nudo. La gente viene continuamente, pero yo les digo siempre que un nudo es tan clemente como cualquier otro si se lo pones debajo de la oreja. ¿Es el desdichado algún pariente? ¿O debería decir, quizá —añadió mirándole el vestido—, alguien que trabajaba para usted?
No. ¿A qué hora es la ejecución?
A la misma que de costumbre. A las once en punto, o en cuanto llegue el coche con el correo de Londres. Siempre lo esperamos, por si hay un aplazamiento.
—Oh... un aplazamiento... ¡espero que no lo haya! —dijo ella involuntariamente.
—¡Bueno, ji, ji! ¡Considerándolo como un asunto de negocios, así lo espero también yo! Pero, con todo, si alguna vez algún joven mereció que lo dejaran libre, es éste; acaba de cumplir los dieciocho, y lo único que hizo fue estar presente por casualidad cuando incendiaron el montón de paja. De cualquier forma, no hay mucho riesgo de que lo haya. Ha habido últimamente tanta destrucción de propiedad por este método que están obligados a dar con él un escarmiento.
—Quiero decir —explicó ella— que quiero tocarlo por un hechizo, para curar una aflicción por consejo de un hombre que ha probado la eficacia del remedio.
—¡Ah, ya lo entiendo, señorita! Ahora comprendo. He tenido gente así que venía en años anteriores. Pero no me pegaba su aspecto con el de los que vienen a pedir transformaciones de la sangre. ¿Cuál es el mal? Apuesto a que no es del tipo indicado para esto.
—Mi brazo —Gertrude le enseñó, de mala gana, la piel descarnada.
—¡Ah! ¡Está todo podrido! —dijo el verdugo, examinándolo.
—Sí —dijo ella.
—Bueno —prosiguió él con interés—, ¡esa es la clase de cosa, tengo que admitirlo! Me gusta el aspecto de la herida; es realmente la más apropiada que he visto nunca para el tratamiento. El hombre que la envió sabía de esto, fuera quien fuese.
—¿Puede usted procurarme todo lo que sea necesario? —dijo ella casi sin aliento.
—En realidad debería usted haber ido a ver al gobernador de la prisión, y con usted su médico, y haber dado su nombre y dirección; así es como solía hacerse si no recuerdo mal. Pero quizá se lo pueda arreglar yo por una propina insignificante.
—¡Oh, gracias! Prefiero hacerlo así, porque me gustaría que quedara en secreto.
—Que no se entere el novio, ¿eh?
—No... el marido.
—Ajá. Muy bien, conseguiré que toque el cadáver. ¿Dónde está ahora? —preguntó ella con un estremecimiento.
—¿El cadáver? El hombre, querrá decir; todavía vive. Está justo detrás de aquel ventanuco de allá arriba, en la sombra —y señaló la cárcel, que estaba encima del risco.
Gertrude pensó en su marido y en sus amigos. —Sí, claro —dijo—; ¿y qué tengo que hacer?
El la acompañó hasta la puerta.
—Verá, esté usted esperando no más tarde de la una en punto junto a la portezuela que hay en el muro. La encontrará subiendo por esa calle. Yo la abriré desde dentro, pues no volveré a casa para almorzar hasta que lo hayan bajado. Buenas noches. Sea puntual; y si no quiere que la reconozca nadie, lleve un velo. ¡Ah!... ¡Una vez tuve una hija que se parecía a usted!
Gertrude se fue y subió por la calle que Davies le había indicado para asegurarse de que podría encontrar la portezuela al día siguiente. Pronto vio la forma rectangular: era una estrecha abertura que había en el muro exterior del recinto de la prisión. La calle estaba tan en cuesta que, al llegar a la altura de la portezuela, Gertrude se detuvo un momento para descansar; y, al volverse para mirar hacia la choza de la ribera, vio al verdugo subiendo de nuevo por la escalera exterior. El viejo entró en el desván o dormitorio a que conducía, y al cabo de unos segundos apagó la luz.
El reloj del pueblo dio las diez, y Gertrude regresó al «Cervatillo Blanco» como había venido.
En aquella fecha, y durante varios años después, había —casi— un verdugo para cada cárcel. Gertrude hizo indagaciones y averiguó que el funcionario de Casterbridge vivía en una cabaña solitaria a la vera de un río lento y profundo que manaba del risco sobre el cual estaban situados los edificios de la prisión —la corriente, aunque ella lo ignoraba, era la misma que, en una parte más baja de su curso, regaba los prados de Stickleford y Holmstoke.
Después de cambiarse de vestido, y antes de comer o beber nada —pues no podría estar tranquila hasta que hubiera averiguado algunos pormenores—, Gertrude prosiguió su camino, por un sendero a lo largo de la ribera, hasta la cabaña indicada. Al pasar por las inmediaciones de la cárcel, divisó, sobre el tejado plano, encima de la entrada, tres líneas rectangulares que se dibujaban contra el cielo, en el lugar donde, como había visto desde la lejanía, las pequeñas manchas se habían estado moviendo; reconoció la forma y pasó junto a ella rápidamente. Otras cien yardas la condujeron hasta la casa del verdugo, que un muchacho le señaló. Estaba al lado de la misma corriente, y muy cerca de una presa cuyas aguas emitían un rugido continuo.
Mientras se decidía, la puerta se abrió y apareció un viejo protegiendo la llama de una vela con la mano. El viejo cerró la puerta con llave por fuera, se volvió hacia una escalerilla de madera que estaba apoyada contra uno de los lados de la cabaña, y empezó a subir los peldaños; era, evidentemente, la escalera que conducía a su dormitorio. Gertrude avanzó apresuradamente hacia él, pero cuando llegó a los pies de la escalerilla él ya estaba arriba. Le llamó en voz lo bastante alta como para que se la oyera por encima del bramido de la presa; él miró hacia abajo y dijo:
—¿Qué busca usted aquí?
—Quiero hablar un minuto con usted.
La luz de la vela, a pesar de ser muy tenue, iluminó el rostro suplicante, pálido, vuelto hacia arriba de Gertrude, y Davies (así se llamaba el verdugo) volvió a bajar por la escalerilla.
Iba a acostarme ya —dijo—; «cuanto antes te acuestes, antes te levantarás»; pero no me importa esperar un minuto por alguien como usted. Entre en la casa. —Abrió la puerta de nuevo y precedió a Gertrude hasta el interior de la habitación.
Las herramientas de su trabajo cotidiano, que era el de un jardinero eventual, estaban en un rincón, y él, probablemente al ver que ella tenía un aspecto rural, dijo:
Si quiere usted contratarme para que trabaje en el campo no puedo ir, porque nunca salgo de Casterbridge ni por propios ni por extraños: no, yo no. Mi verdadera profesión es la de encargado de la justicia —añadió con solemnidad.
—¡Sí, sí! Eso es. ¡Mañana!
—¡Ah! Ya me lo suponía. Bueno, ¿qué pasa con eso? No sirve de nada venir aquí a hablar del nudo. La gente viene continuamente, pero yo les digo siempre que un nudo es tan clemente como cualquier otro si se lo pones debajo de la oreja. ¿Es el desdichado algún pariente? ¿O debería decir, quizá —añadió mirándole el vestido—, alguien que trabajaba para usted?
No. ¿A qué hora es la ejecución?
A la misma que de costumbre. A las once en punto, o en cuanto llegue el coche con el correo de Londres. Siempre lo esperamos, por si hay un aplazamiento.
—Oh... un aplazamiento... ¡espero que no lo haya! —dijo ella involuntariamente.
—¡Bueno, ji, ji! ¡Considerándolo como un asunto de negocios, así lo espero también yo! Pero, con todo, si alguna vez algún joven mereció que lo dejaran libre, es éste; acaba de cumplir los dieciocho, y lo único que hizo fue estar presente por casualidad cuando incendiaron el montón de paja. De cualquier forma, no hay mucho riesgo de que lo haya. Ha habido últimamente tanta destrucción de propiedad por este método que están obligados a dar con él un escarmiento.
—Quiero decir —explicó ella— que quiero tocarlo por un hechizo, para curar una aflicción por consejo de un hombre que ha probado la eficacia del remedio.
—¡Ah, ya lo entiendo, señorita! Ahora comprendo. He tenido gente así que venía en años anteriores. Pero no me pegaba su aspecto con el de los que vienen a pedir transformaciones de la sangre. ¿Cuál es el mal? Apuesto a que no es del tipo indicado para esto.
—Mi brazo —Gertrude le enseñó, de mala gana, la piel descarnada.
—¡Ah! ¡Está todo podrido! —dijo el verdugo, examinándolo.
—Sí —dijo ella.
—Bueno —prosiguió él con interés—, ¡esa es la clase de cosa, tengo que admitirlo! Me gusta el aspecto de la herida; es realmente la más apropiada que he visto nunca para el tratamiento. El hombre que la envió sabía de esto, fuera quien fuese.
—¿Puede usted procurarme todo lo que sea necesario? —dijo ella casi sin aliento.
—En realidad debería usted haber ido a ver al gobernador de la prisión, y con usted su médico, y haber dado su nombre y dirección; así es como solía hacerse si no recuerdo mal. Pero quizá se lo pueda arreglar yo por una propina insignificante.
—¡Oh, gracias! Prefiero hacerlo así, porque me gustaría que quedara en secreto.
—Que no se entere el novio, ¿eh?
—No... el marido.
—Ajá. Muy bien, conseguiré que toque el cadáver. ¿Dónde está ahora? —preguntó ella con un estremecimiento.
—¿El cadáver? El hombre, querrá decir; todavía vive. Está justo detrás de aquel ventanuco de allá arriba, en la sombra —y señaló la cárcel, que estaba encima del risco.
Gertrude pensó en su marido y en sus amigos. —Sí, claro —dijo—; ¿y qué tengo que hacer?
El la acompañó hasta la puerta.
—Verá, esté usted esperando no más tarde de la una en punto junto a la portezuela que hay en el muro. La encontrará subiendo por esa calle. Yo la abriré desde dentro, pues no volveré a casa para almorzar hasta que lo hayan bajado. Buenas noches. Sea puntual; y si no quiere que la reconozca nadie, lleve un velo. ¡Ah!... ¡Una vez tuve una hija que se parecía a usted!
Gertrude se fue y subió por la calle que Davies le había indicado para asegurarse de que podría encontrar la portezuela al día siguiente. Pronto vio la forma rectangular: era una estrecha abertura que había en el muro exterior del recinto de la prisión. La calle estaba tan en cuesta que, al llegar a la altura de la portezuela, Gertrude se detuvo un momento para descansar; y, al volverse para mirar hacia la choza de la ribera, vio al verdugo subiendo de nuevo por la escalera exterior. El viejo entró en el desván o dormitorio a que conducía, y al cabo de unos segundos apagó la luz.
El reloj del pueblo dio las diez, y Gertrude regresó al «Cervatillo Blanco» como había venido.
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