Ensayo: George Orwell - Nota sobre Salvador Dalí
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Ensayo: George Orwell - Nota sobre Salvador Dalí | Posted on 19:27
Nota sobre Salvador Dalí
La autobiografía sólo es de confiar cuando revela algo
vergonzoso. El hombre que sale airoso probablemente está mintiendo, pues
cualquier vida vista desde adentro no es más que una serie de derrotas. Sin embargo,
hasta el libro más notoriamente falso (las páginas autobiográficas de Frank
Harris sirven de ejemplo) pueden, sin proponérselo, dar una pintura fiel de su
autor. La Vida [The Secret Life of Salvador Dalí (La vida secreta de Salvador
Dalí)] de Dalí, recientemente publicada, entra bajo este membrete. Algunos de
los episodios que relata son manifiestamente increíbles, otros han sido
retocados y vestidos de fantasía, y se ha quitado no sólo la humillación sino
también la vulgaridad permanente de la vida cotidiana. Dalí es, hasta por su
propio diagnóstico, narcisista, y su autobiografía es tan sólo un acto de
teatro de variedades en el cual se va despojando de sus ropas, una por una, a
la vista del público. Pero posee gran valor como documento de la fantasía, de
la perversión de los instintos que ha hecho posible la era de la máquina.
Aquí, pues, se ven algunos de los episodios de la vida de
Dalí, desde sus primeros años en adelante. Poco importa cuáles son ciertos y
cuáles imaginarios; sí interesa que sea precisamente esto lo que a Dalí le
hubiese gustado hacer.
A los seis años el ambiente está excitado por la aparición
del cometa de Halley:
"De pronto apareció en la puerta de la sala uno de los
empleados de la oficina de mi padre y anunció que el cometa podía verse de la
azotea... Mientras cruzaba el vestíbulo alcancé a ver a mi hermanita de tres
años que gateaba sin molestar a nadie a través del vano de la puerta. Me
detuve, titubeé un segundo, y luego le dí una patada feroz en la cabeza, como
si fuese una pelota, y seguí corriendo, llevado por una "alegría
delirante" causada por este acto salvaje. Pero mi padre, que estaba tras
de mí, me cogió y me llevó a su escritorio, donde permanecí en castigo hasta la
hora de cenar."
Un año antes Dalí, "de repente, como me vienen la
mayoría de mis ideas", había arrojado de un puente colgante a otro niñito
de su edad. Refiere varios lances de igual suerte inclusive (y esto fue cuando
tenía veintinueve años) derribar y pisotear a una muchacha "hasta que
lograron sacarla, sangrante, de mi alcance".
A los cinco años de edad, aproximadamente, se apodera de un
murciélago herido que mete en una lata. A la mañana siguiente encuentra al
murciélago casi muerto y cubierto de hormigas que lo están devorando. Se lo
mete en la boca, con hormigas y todo, y de una dentellada lo parte por la
mitad.
Cuando adolescente una muchacha se enamora desesperadamente
de él. El la besa y la acaricia para excitarla todo lo posible, pero se niega a
ir más adelante. Resuelve mantener esta situación durante cinco años (lo llama
su "plan quinquenal"), gozándose en humillarla y en la sensación de
poder que ello le depara. Con frecuencia le dice que al término de los cinco
años la abandonará, y cuando llega el momento lo hace.
Hasta pasada la adolescencia conserva la costumbre de
masturbarse, y le agrada hacerlo, según parece, ante un espejo. Con las mujeres
es impotente hasta los treinta años de edad, más o menos. Cuando se encuentra
por primera vez con su futura mujer, Gala, siente violentos deseos de arrojarla
a un precipicio. Comprende que ella quiere que él le haga algo, y tras su primer
beso viene la confesión:
"Eché hacia atrás la cabeza de Gala, tirándole de los
pelos, y temblando de histeria, le ordené:
-¡Dime ahora qué quierea que haga contigo! ¡Pero dímelo
lentamente, mirándome en los ojos con las palabras más crudas, más ferozmente
eróticas, las que puedan hacernos sentir a los dos la vergüenza más grande!
"... Entonces Gala, transformando el último destello de
su expresión de placer en la dura luz de su tiranía, me respondió: -¡Quiero que
me mates!"
Este pedido lo desilusiona un poco, pues no es más que lo
que deseaba hacer de antemano. Tiene la intención de arrojarla del campanario
de la Catedral de Toledo, pero se contiene.
Durante la Revolución Española elude astutamente el tomar
partido y hace un viaje a Italia. Se siente cada vez más atraído hacia la
ariscocracia, frecuenta salones elegantes, busca protectores adinerados y lo
retratan junto al rollizo vizconde de Noailles, a quien describe como su
"Mecenas". Cuando se acerca la Guerra Europea sólo tiene una preocupación:
cómo hallar un lugar con buena cocina y desde el cual pueda huir rápidamente si
el peligro se aproxima demasiado. Se decide por Burdeos y a su tiempo vuela a
España durante la Bátalla de Francia. Permanece en España el tiempo suficiente
para recoger algunos relatos de atrocidades cometidas por los rojos, y después
cruza a Norteamérica. La historia concluye en una aureola de respetabilidad.
Dalí, a los treinta y ocho años de edad, se ha convertido en marido devoto,
está curado de sus extravíos, o al menos de algunos, y se halla totalmente
reconciliado con la Iglesia católica. También, según se infiere, está ganando
bastante dinero.
Sin embargo, no ha dejado en modo alguno de enorgullecerse
de los cuadros de su período surrealista, que llevan títulos como "El gran
masturbador", "Sodomía de un cráneo con un piano de cola",
etcétera. Hay reproducciones de ellos a lo largo de todo el libro. Muchos
dibujos de Dalí son simplemente representativos y tienen una característica
común en la cual ya repararemos. Pero las dos cosas que resaltan de sus
pinturas y fotografías surrealistas son la perversidad sexual y la necrofilia.
Objetos y símbolos sexuales -algunos de ellos muy conocidos, como nuestra vieja
amiga la chinela de taco alto, otros, como la muleta y la taza de leche
caliente, patentados por el propio Dalí- se repiten vez tras vez y también se
advierte un motivo excretorio bastante marcado. El mismo Dalí dice que en su
cuadro Le jeu lugubre "los calzones manchados de excrementos estaban
pintados con complacencia tan minuciosa y realista que todo el grupito
surrealista se sentía angustiado por un problema: ¿es coprofágico o no?"
Dalí añade firmemente que no, y que considera "repugnante" tal
aberración, pero parece que su interés por el excremento sólo se detiene en ese
punto. Hasta cuando refiere la experiencia de ver orinar de pie a una mujer
tiene que añadir el detalle de que ella yerra su objetivo y se mancha los
zapatos. A ninguna persona le es dado tener todos los vicios, y Dalí se jacta
además de no ser homosexual, pero por otra parte parece poseer el mejor equipo
de perversiones que cualquiera podría desear.
Sin embargo, su característica más notable es la necrofilia.
El mismo lo admite francamente y sostiene haberse curado de ella. En sus
cuadros surgen con bastante frecuencia caras de muertos, cráneos, cadáveres de
animales, y las hormigas que devoraban el murciélago agonizante hacen
innumerables apariciones. Una fotografía muestra un cadáver exhumado, en pleno
proceso de descomposición. Otra muestra los asnos muertos pudriéndose sobre
unos pianos de cola; esta fotografía formaba parte de la película
cinematográfica surrealista, Le Chien Andalou. Dalí todavía recuerda aquellos
asnos con sumo entusiasmo.
"Yo 'caractericé' la putrefacción de los asnos con
grandes ollas de cola de pegar que derramé sobre ellos. También vacié las
cuencas de sus ojos y las agrandé valiéndome de unas tijeras. Del mismo modo
les corté furiosamente las bocas para que sus filas de dientes lucieran con
mayor ventaja, y les agregué varias quijadas a cada boca, de tal manera que
aunque los asnos ya estaban pudriéndose, pareciera que aún vomitaban un poco
más de su propia muerte sobre aquellas otras filas de dientes formadas por las
teclas de los pianos negros."
Y por fin tenemos el cuadro -manifiestamente una fotografía
trucada- del "Maniquí pudriéndose en un taxímetro". Sobre la cara y
el pecho ya algo abotagados de una muchacha evidentemente muerta se arrastran
caracoles enormes. En la leyenda del cuadro Dalí advierte que aquellos son
caracoles de Borgoña, es decir, de la especie comestible.
Por supuesto que en este extenso libro de 400 páginas en
cuarto hay más de lo que he indicado, pero no creo que mi síntesis de su
atmósfera moral y su escenario mental sea injusta. Es un libro que hiede. Si un
libro pudiera emitir de sus páginas un hedor físico éste lo haría, y sin duda
la idea sería del agrado de Dalí, quien antes de enamorar por primera vez a su
futura esposa se restregó de pies a cabeza con un ungüento hecho de estiércol
de cabra hervido en cola de pescado. Pero asimismo debe reconocerse que Dalí es
pintor de dotes excepcionalísimas. También es trabajador muy esforzado, a
juzgar por la minuciosidad y la seguridad de sus dibujos. Es un exhibicionista
y un trepador pero no es un farsante. Tiene cincuenta veces más talento que la
mayoría de quienes censurarían su ética y se mofarían de sus pinturas. Y estos
dos hechos, en conjunto, suscitan un problema que raras veces se discute
verdaderamente, por falta de una base de acuerdo.
El punto en cuestión es que aquí nos las habemos con un
ataque directo e inconfundible al juicio sano y la decencia, y aun -pues
algunos cuadros de Dalí propenderían a envenenar la imaginación como una postal
pornográfica- a la vida misma. Cabe discutir qué ha hecho Dalí realmente y qué
ha imaginado, pero dentro de su punto de vista y de su carácter la decencia
fundamental del ser humano no existe. Dalí es tan antisocial como una pulga.
Indiscutiblemente personas de esta especie son indeseables, y algo malo ha de
haber en la sociedad donde pueden florecer.
Ahora bien: si mostrásemos este libro, con sus
ilustraciones, a Lord Elton. a Mr. Alfred Noyes, a los editorialistas de The
Times que se regocijan por el "eclipse del highbrow", en fin, a todo
inglés "sensato" que aborrezca el arte, es fácil imaginar cuál sería
la respuesta que obtendríamos. Se negarían terminantemente a ver mérito alguno
en Dalí. Tal clase de gentes no sólo son incapaces de admitir que lo moralmente
degradado pueda ser estéticamente correcto, sino que además exigen de todo
artista que les dé la razón y les diga que el pensamiento es cosa innecesaria.
Y pueden llegar a ser particularmente peligrosos en tiempos como éstos, cuando
el Ministerio de Información y el Consejo Británico depositan poder en sus manos.
Pues su impulso no sólo es aplastar todo nuevo talento apenas aparece, sino
también castrar el pasado. Véase el renovado azuzamiento contra el intelectual
de nota que tiene lugar actualmente en este país y en Norteamérica, con su
grita, no sólo contra Joyce, Proust y Lawrence, sino hasta contra T. S. Eliot.
Pero si hablamos con el tipo de persona que puede comprender
los méritos de Dalí la respuesta que obtenemos no es, por regla general, mucho
más satisfactoria. Si le decimos que Dalí, aunque brillante como artista, es un
bribonzuelo indecente, nos mirarán como salvajes. Si le decimos que no nos
agradan los cadáveres en putrefacción, y que aquellos a quienes les agradan son
enfermos mentales, supondrán que carecemos de sentido estético. Si el "Maniquí
pudriéndose en un taxímetro" es una buena composición (que lo es, sin
duda) no puede ser un cuadro repugnante y degenerado; en tanto que Noyes,
Elton, etcétera, nos dirían que si es repugnante no puede ser una buena
composición. Y entre estas dos falacias no hay posición intermedia; mejor
dicho, existe una posición intermedia, pero raras veces oímos hablar de ella.
Por un lado Kulturbolschevismus, por el otro (aunque el mismo término esté
pasado de moda) "El arte por el arte". Es muy difícil discutir francamente
la cuestión de la obscenidad. La gente siente demasiado temor de mostrarse
disgustada o de no mostrarse disgustada para que pueda definirse la relación
entre el arte y la moral.
Se verá que los defensores de Dalí reclaman una especie de
privilegio de clerecía. Al artista debe eximírsele de las leyes morales
obligatorias para el hombre común. Pronúnciese simplemente la palabra mágica
"Arte" y todo estará bien. Caracoles que se arrastran encima de
cadáveres en putrefacción están muy bien; patear niñitas en la cabeza está muy
bien; hasta una película como L'Age d'Or está muy bien.1 También está muy bien
que Dalí engorde varios años a expensas de Francia y después se escabulla como
una rata no bien Francia está en peligro. En tanto podáis pintar con suficiente
destreza como para aprobar el examen, todo os será perdonado.
La falsedad de semejante concepto se advierte si se extiende
su protección al crimen común. En una época como la nuestra, en que el artista
es una persona enteramente excepcional, ha de permitírsele el goce de cierto
grado de irresponsabilidad, así como se le permite a una mujer en cinta. Sin
embargo nadie osaría decir que una mujer en cinta puede cometer un asesinato, y
nadie pretendería cosa semejante para el artista, por muy talentoso que fuere.
Si mañana Shakespeare volviera a la tierra y si se descubriera que su diversión
favorita era violar niñitas en vagones de ferrocarril, no le diríamos que
siguiera haciéndolo en razón de que podría escribir otro King Lear. Y al fin de
cuentas los peores crímenes no siempre son los punibles. Al alentar los
ensueños necrofílicos probablemente hacemos tanto daño como si fuésemos
carteristas en las carreras, por ejemplo. En realidad deberíamos ser capaces de
contener simultáneamente en nuestro entendimiento los dos hechos: Dalí es un
buen dibujante y Dalí es un ser humano repugnante. Lo uno no invalida ni, en un
sentido, afecta lo otro. Lo primero que exigimos de una pared es que no se
caiga. Si perdura es una buena pared, y los fines a que se la hace servir es
asunto diferente. Y, no obstante, hasta la mejor pared del mundo merece que la
echen abajo si rodea un campo de concentración. Del mismo modo tendría que
poderse decir: "Este es un buen libro, o un buen cuadro, y debería ser quemado
por el verdugo público." A no ser que podamos decir que, al menos en
nuestra imaginación, desatendemos las consecuencias del hecho ineludible de que
un artista es también ciudadano y hombre.
Ello no implica, por supuesto, que la autobiografía de Dalí,
o sus cuadros, merezcan ser suprimidos. Fuera de las indecentes tarjetas
postales que solían venderse en los puertos del Mediterráneo, inspira dudas la
eficacia de la política de suprimir algo, y probablemente las fantasías de Dalí
son útiles para iluminar la podredumbre de la civilización capitalista. Pero lo
que este pintor necesita, manifiestamente, es un diagnóstico. No importa tanto
qué es como por qué es así. No debería caber la menor duda de que es una
inteligencia enferma, probablemente no muy cambiada por su pretendida
conversión, pues los penitentes verdaderos y la gente que ha vuelto al buen
juicio no ostentan sus vicios con semejante complacencia. Dalí es un síntoma de
la enfermedad del mundo. Lo importante no es denunciarlo como persona de malas
costumbres y por tanto digna de azotes, ni defenderlo como genio a quien no
debería ponerse en tela de juicio, sino indagar por qué exhibe ese particular
grupo de aberraciones.
Probablemente la respuesta pueda descubrirse en sus cuadros,
que yo no puedo examinar por falta de competencia. Pero puedo señalar una pista
que quizá abrevie una parte del trayecto. Es el dibujo eduardiano, anticuado,
recargado de adornos, al cual tiende a volver Dalí cuando no es surrealista.
Algunos dibujos de Dalí recuerdan a Durero, uno parece mostrar la influencia de
Beardsley, otro parece deber algo a Blake. Pero la vena más persistente es la
eduardiana2. Cuando abrí por primera vez el libro y miré sus innumerables
ilustraciones marginales, me obsesionó una semejanza que no pude establecer
inmediatamente. Me detuve en el candelero ornamental que está al principio de
la Parte I.
¿Qué me hacía recordar esto? Al fin lo descubrí. Me
recordaba una edición de tamaño grande, vulgar, costosa, de Anatole France (en
traducción) que ha de haberse publicado alrededor de 1914, con viñetas
ornamentales, dentro de ese mismo estilo, al comenzar y finalizar los
capítulos. El candelero de Dalí muestra en un extremo una rizada criatura
semejante a un pez de apariencia curiosamente familiar (parece basarse en el
delfín convencional) y en el otro la vela ardiente. Conocíamos desde hace años
esta vela, que aparece en un cuadro tras otro. Se la encontrará, con las mismas
gotas de cera que corren por sus costados, tan pintorescas, en esos ficticios
candeleros de luces eléctricas en boga en los hoteles de campo que pretenden
imitar el estilo Tudor. Esta vela, y el diseño que lleva debajo, trasmiten al
punto una intensa sensación de sentimentalismo. Como para neutralizarla Dalí ha
derramado una plumada de tinta sobre la página, pero sin provecho. Idéntica
impresión salta constantemente hoja tras hoja. El diseño que va al pie de la
página 62, por ejemplo, casi convendría a Peter Pan. La figura de la página 224, a pesar de su cráneo
alargado en forma de una salchicha enorme, es la bruja de los libros de cuentos
de hadas. El caballo de la página 234 y el unicornio de la 218 podrían ser
ilustraciones para James Branch Cabell. Los dibujos de adolescentes de las
páginas 97, 100 y otras causan la misma impresión. Lo pintoresco asoma por
todas partes. Eliminemos calaveras, hormigas, cangrejos, teléfonos y demás
cachivaches y a cada momento estaremos de nuevo en el mundo de Barrie, Rackham,
Dunsany y Where the Rainbow Ends (Donde acaba el arco iris).
Harto curioso es que algunos de las rasgos perversos de la
autobiografía de Dalí se enlazan con el mismo período. Cuando leí el pasaje que
cité al comienzo de este ensayo, en el que cuenta que patea en la cabeza a su
hermanita, percibí otra semejanza indefinida. ¿Qué era? ¡Pues claro! Ruthless
Rhymes for Heartless Homes (Rimas crueles para hogares sin corazón), por Harry
Graham, versos que fueron muy populares alrededor de 1912. Uno que decía:
"Poor little Willy is crying so sore, A sad little boy
is he, For he's broken his little sister's neck
And he'll have no jam for tea",
[El pobre Willy está triste, y llora con mucha pena, pues le
ha roto el pescuezo a su hermanita y no le darán dulce para la merienda.]
casi podría reconocerse en la anécdota de Dalí. Dalí, por
supuesto, conoce su tendencia eduardiana, y saca partido de ella con ánimo más
o menos paródico. Manifiesta abiertamente un amor especial por el año 1900 y
pretende que cualquier objeto decorativo del 1900 está lleno de misterio,
poesía, erotismo, locura, perversidad, etcétera. La parodia, sin embargo, suele
denotar un verdadero afecto por la cosa parodiada. Si bien no puede
establecerse como regla, de todos modos parece ser perceptiblemente corriente
que una inclinación intelectual vaya acompañada por un anhelo irracional, y
hasta infantil, en la misma dirección. El escultor, por ejemplo, estudia los
planos y las curvas, pero también goza del acto físico de trabajar con arcilla
o con piedra. El maquinista goza con el tacto de las herramientas, el ruido de
las dínamos y el olor del petróleo. El psiquiatra suele ser propenso a algún extravío
sexual. Darwin se hizo biólogo en parte porque era un caballero de provincia y
sentía afición por los animales. Bien puede ser, pues, que el culto
aparentemente perverso de Dalí por las cosas eduardianas (por ejemplo, su
"descubrimiento" de las puertas de entrada al subterráneo, que datan
de 1900) no sea sino el síntoma de un afecto mucho más hondo, menos consciente.
Las innumerables copias de ilustraciones para libros de texto, bellamente ejecutadas,
solemnemente rotuladas le rossignol, une montre, etcétera, que siembra por sus
márgenes pueden considerarse en parte como una broma. El niño de pantalones
cortos que juega con un diábolo en la página 103 es una perfecta ilustración de
la época. Pero quizá tales cosas también están allí porque Dalí no puede dejar
de dibujarlas, porque él pertenece realmente a ese período y a su estilo de
dibujo.
Si así fuera, sus extravíos pueden explicarse, en parte al
menos. Tal vez ellos le permitan asegurarse a sí mismo que no es una persona
vulgar. Las dos cualidades incuestionables que Dalí posee son: dotes para el
dibujo y un egoísmo atroz: "Cuando tenía siete años", dice en el
primer párrafo de su libro, "quería ser Napoleón. Y mi ambición ha estado
creciendo constantemente desde entonces." Lo expresa de manera
deliberadamente alarmante, pero sin duda es verdad en lo substancial.
Sensaciones por el estilo son harto comunes. "Yo ya sabía que era un
genio", me dijo alguien una vez, "mucho antes de saber en qué iba a
ser genio." Y supongamos que no poseemos más que nuestro egoísmo y una
destreza que no pasa del codo; supongamos que estemos realmente dotados para un
dibujo detallado, académico, representativo, que nuestro verdadero métier sea
el de ilustrador de textos científicos. ¿Cómo llegar a Napoleón entonces?
Siempre queda una vía de escape: por la perversidad. Hacer
siempre lo que horrorice y lastime a la gente. A los cinco años arrojar a un
niñito de un puente, cruzar de un latigazo el rostro de un viejo médico y hacer
añicos sus anteojos; o por lo menos soñar con hacer esas cosas. Veinte años más
tarde, arrancar los ojos de asnos muertos con unas tijeras. Siguiendo este
camino uno siempre podrá sentirse original. ¡Y rinde, después de todo! Es menos
peligroso que el crimen. Aun teniendo en cuenta las probables supresiones de la
autobiografía de Dalí es evidente que no ha tenido que sufrir a causa de sus
excentricidades como hubiera sufrido en otra época. Creció en el mundo
corrompido de la segunda década de este siglo, cuando la sofisticación había
invadido todos los círculos y cada capital europea bullía de aristócratas y
rentistas que habían dejado el deporte y la política para dedicarse a proteger
las artes. Si uno le tiraba asnos muertos a la gente, seguro que la gente le
devolvía con dinero. La fobia de los saltamontes -que algunas décadas antes
hubiese provocado una risita burlona, y nada más- era ahora un
"complejo" interesante que podía explotarse con provecho. Y cuando el
ejército alemán destruyó aquel mundo peculiar, Norteamérica lo estaba
esperando. Y entonces pudo rematar todo lo anterior con la conversión
religiosa, mudándose de un salto, y sin la menor sombra de arrepentimiento, de
los salones elegantes de París al seno de Abraham.
Tal, quizá, el esquema esencial de la historia de Dalí. Pero
aún hay problemas que interesan al psicólogo y al crítico sociológico: por qué
sus aberraciones debían ser precisamente ésas, y por qué debía ser tan fácil
"vender" horrores como los cadáveres en putrefacción a un público
sofisticado. La crítica marxista tiene un expediente breve para fenómenos como
el surrealismo. Son "decadencia burguesa" (se juega mucho con las
expresiones "venenos de cadáveres" y "clase rentista
decadente"), y nada más. Pero si bien ello probablemente enuncia un hecho,
no establece una relación. Todavía desearíamos saber por qué Dalí tenía
tendencia necrofílica (y no homosexual, por ejemplo), y por qué los rentistas y
los aristócratas compraban sus cuadros en vez de cazar y hacer el amor como sus
abuelos. Con la mera desaprobación moral no adelantamos nada. Pero tampoco
deberíamos pretender, en nombre de la "separación" de esferas, que
cuadro, como "Maniquí pudriéndose en un taxímetro" son moralmente
neutros. Son morbosos y repugnantes, y cualquier investigación debería partir
de este hecho.
1944.
1 Dalí menciona L'Age d'Or y añade que su primera exhibición
en público fué desbaratada por matones, pero no dice en detalle de qué trataba.
Según el relato de Henry Miller la película mostraba, entre otras cosas,
algunas fotografías bastante detalladas de una mujer defecando.
2 Correspondiente al reinado de Eduardo VII (1901-1910) en
Inglaterra. (N. del T.)
Ensayo: George Orwell - Nota sobre Salvador Dalí
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