Cuento Breve: Thomas Hardy - El Brazo Marchito (Wessex Tales 1888) - 5 - Una segunda tentativa - Links

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 11:52




Una segunda tentativa

Media docena de años pasaron, y la experiencia matrimonial del señor y la señora Lodge se hundió en el prosaísmo y en otras cosas peores. El granjero estaba por lo general meditabundo y callado; la mujer que había cortejado por su gracia y belleza tenía deformado y desfigurado el brazo izquierdo; además, no le había dado hijos, lo que hacía probable que él fuera el último descendiente de una familia que había habitado en el valle durante cerca de doscientos años. Pensaba en Rhoda Brook y su hijo; y temía que todo aquello pudiera ser un castigo del cielo caído sobre él.
La una vez jovial y sensata Gertrude se estaba convirtiendo en una mujer irritable y supersticiosa, que dedicaba todo su tiempo a experimentar con el primer remedio de curandero que se le cruzara en el camino con el fin de acabar con su dolencia. Se sentía sinceramente ligada a su marido, y en secreto estaba siempre esperando, desesperadamente, reconquistar de nuevo su corazón si recobraba parte, al menos, de su belleza personal. El resultado era que su armario estaba lleno de botellas, cacharros y frascos de ungüentos de todo tipo —qué digo, de manojos de hierbas medicinales, amuletos y libros de magia negra, que en sus tiempos de colegiala había ridiculizado considerándolos tonterías.
—Ojalá te envenenes algún día con esas pócimas de hechicero y esos mejunjes de bruja —decía su marido cuando su vista recaía por casualidad sobre la numerosa formación.
Ella no contestaba, pero volvía hacia él su triste, dulce mirada de angustioso reproche, y entonces él parecía arrepentirse de sus palabras y añadía:
—Ya sabes que sólo lo digo por tu bien, Gertrude.
—Me desharé de todo el lote y lo destruiré —decía ella con sequedad—, ¡y no volveré a probar estos remedios!
—Necesitas alguien que te alegre —observaba él—. Una vez pensé en adoptar a un muchacho; pero ahora es demasiado mayor. Y no sé dónde está.
Ella adivinaba a quién se refería; porque con el paso de los años había llegado a saber la historia de Rhoda Brook; pero nunca había cruzado con su marido ni una sola palabra acerca del tema. Ni tampoco le había hablado jamás de su visita al brujo Trendle ni de lo que aquel solitario hombre de los brezos le había revelado, o ella pensaba que le había revelado.
Tenía ella ahora veinticinco años; pero parecía mayor.
—Seis años de matrimonio y sólo unos pocos meses de amor —murmuraba a veces para sí. Y entonces pensaba en la causa evidente, y se decía, echándole una trágica mirada a su descarnado miembro—: ¡Ojalá pudiera volver a ser como era la primera vez que él me vio!
Obediente destruyó sus panaceas y amuletos; pero quedó un anhelante deseo de probar algo más: algún otro tipo de remedio. No había vuelto a visitar a Trendle desde que Rhoda, en contra de su propia voluntad, la había llevado a la casa del solitario; pero ahora, de pronto, a Gertrude se le ocurrió que podía dirigirse de nuevo, en un último esfuerzo desesperado por librarse de aquella aparente maldición, a aquel hombre, si aún vivía. Había que concederle un cierto crédito, porque la forma indistinta que había hecho surgir del vaso se había sin duda asemejado a la única mujer del mundo que —como sabía ahora, aunque no entonces— podía tener un motivo para guardarle rencor. Debía hacer aquella visita.
Esta vez fue sola; estuvo a punto de perderse en el erial y erró, apartada de su camino, durante un trecho considerable. Por fin llegó, sin embargo, a casa de Trendle: no estaba dentro, y Gertrude, en vez de esperarle en la cabaña, fue, al verle desde lejos, hasta el lugar en que se encontraba su figura agachada, trabajando. Trendle se acordaba de ella, y, dejando en el suelo el puñado de raíces de retama que estaba juntando y amontonando, se ofreció a acompañarla de regreso a casa, ya que la distancia era considerable y los días eran cortos.
Así, pues, caminaron juntos, la cabeza de él inclinada, mirando al suelo, y su figura del mismo color que la tierra.
—Usted puede curar verrugas y otras excrecencias, lo sé —dijo ella—; ¿por qué no puede curar esto? —y se destapó el brazo.
—Cree usted demasiado en mis poderes —dijo Trendle—, y yo, además, ya estoy viejo y débil. No, no; es demasiado para mí el intentarlo personalmente. ¿Qué ha probado?
Ella enumeró algunos de los cientos de medicamentos y antídotos que había tomado de vez en cuando. El hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Algunos eran bastante buenos —dijo con aprobación—; pero no mucho para una cosa como ésta. Esto tiene la naturaleza de un... marchitamiento, no la naturaleza de una herida; y si se le quita alguna vez, no será poco a poco, sino todo de una vez.
—¡Si supiera cómo!
—Sólo conozco una forma de hacerlo posible. Nunca ha fallado en aflicciones semejantes... que yo sepa. Pero es duro de llevarse a cabo, y en especial para una mujer.
—¡Dígame cuál es! —exclamó ella.
—Tiene que tocar con el brazo el cuello de un hombre que haya sido ahorcado.
Ella dio un pequeño respingo ante la imagen que él había sugerido.
—Antes de que esté frío... inmediatamente después de que hayan cortado la soga y lo hayan bajado —prosiguió el brujo, impasible.
—¿Cómo puede eso hacer algún bien?
—Transformará la sangre y cambiará la constitución. Pero, como digo, hacerlo es muy duro. Debe usted ir a la cárcel cuando haya una ejecución, y esperar a que bajen el cuerpo del patíbulo. Muchos lo han hecho, aunque no tal vez mujeres tan bonitas como usted. Solía enviar a docenas con enfermedades de la piel. Pero aquello fue en otros tiempos. El último que envié fue en el año trece, hace ya casi doce.
No tenía nada más que decirle; y, tras depositarla en una senda que llevaba a casa directamente, dio media vuelta y se marchó, rehusando aceptar ningún dinero, como en la primera ocasión.





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