Cuento Breve: Thomas Hardy - El Brazo Marchito (Wessex Tales 1888) - 6 - Un recorrido a caballo - Links
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Cuento Breve: Thomas Hardy - El Brazo Marchito (Wessex Tales 1888) - 6 - Un recorrido a caballo - Links | Posted on 1:24
Un recorrido a caballo
Aquella revelación se afincó en las profundidades de la mente de Gertrude. Su carácter era más bien tímido; y, probablemente, de entre todos los remedios que el mago blanco pudiera haber sugerido, no había ninguno que le produjera tanta aversión como éste, sin contar con los enormes obstáculos que encontraría en el camino de su realización.
Casterbridge, la ciudad del condado, estaba a doce o quince millas; y aunque en aquellos tiempos; en que se ejecutaba a la gente por robar caballos, provocar incendios y desvalijar las casas, rara vez pasaba una sesión del tribunal de justicia en la que no hubiera una ahorcamiento, no era probable que ella pudiera tener acceso al cadáver del criminal sin ningún tipo de ayuda. Y el miedo a la cólera de su marido hacía que no se atreviera a decir, ni a él ni a nadie que tuviera que ver algo con él, ni una palabra acerca de la sugerencia de Trendle.
No hizo nada durante meses, y llevó con resignación, como antes, su deformidad. Pero su naturaleza de mujer, que anhelaba la reconquista del amor mediante la reconquista de la belleza (sólo tenía veinticinco años), estaba siempre incitándola a probar lo que, en cualquier caso, difícilmente podría hacerle daño alguno. «Lo que vino con un hechizo se irá seguramente con un hechizo», se decía. Cada vez que su imaginación le presentaba el hecho, ella se estremecía de horror ante la mera posibilidad de llevarlo a la práctica: entonces las palabras del brujo «transformará la sangre» se aparecían, susceptibles de una interpretación no menos científica que espectral; el imperioso deseo retornaba, y de nuevo la apremiaba.
En aquella época no había más que un solo periódico en el condado y el marido de Gertrude sólo lo adquiría de vez en cuando. Pero aquellos tiempos anticuados tenían sus anticuados medios de difusión, y las noticias se transmitían ampliamente de viva voz, de mercado en mercado, o de feria en feria; de modo que, cada vez que un acontecimiento de la importancia de una ejecución iba a tener lugar, pocos, dentro de un radio de veinte millas, dejaban de enterarse de que iba a haber un buen espectáculo; y, sólo en lo que se refería a Holmstoke, se sabía de algunos entusiastas que habían recorrido el camino hasta Casterbridge y habían vuelto en un solo día, con el único fin de ser testigos del espectáculo. Las próximas sesiones del tribunal de justicia eran en marzo; y cuando Gertrude se enteró de que ya se habían celebrado, fue a escondidas a la posada, a preguntar por el resultado, en cuanto pudo encontrar una ocasión.
Era, sin embargo, demasiado tarde. La hora de que se cumplieran las sentencias había llegado ya, y hacer el viaje y conseguir tener acceso a la prisión en un plazo tan corto requería, por lo menos, la ayuda de su marido. No se atrevió a decírselo, pues sabía, por delicada experiencia, que la sola mención de aquellas ocultas creencias de aldea le enfurecían, en parte porque él mismo las tomaba en consideración. Había, por tanto, que esperar otra oportunidad.
Su decisión se vio reafirmada al enterarse de que dos niños epilépticos de la misma aldea de Holmstoke habían acudido, muchos años antes, con resultados beneficiosos, aunque el experimento había sido severamente condenado por el clero de la vecindad. Pasó abril, mayo, junio; y no es una exageración decir que hacia el final del último mes mencionado Gertrude casi anhelaba la muerte de un semejante. En lugar de las obligadas oraciones de cada noche, su inconsciente oración era: «Oh, Señor, ¡ahorca pronto a alguien, sea culpable o inocente!»
Esta vez hizo antes sus indagaciones y fue mucho más sistemática en sus preparativos. Además, la estación era verano, entre el henaje y la cosecha, y su marido, durante la temporada de inactividad que atravesaba gracias a esto, se tomaba de vez en cuando algunos días de vacaciones fuera de casa.
Las sesiones del tribunal eran en julio, y fue a la posada como la vez anterior. Iba a haber una ejecución —sólo una— por un delito de incendio.
Su mayor problema no era ahora cómo llegar hasta Casterbridge, sino qué medios debería emplear para conseguir acceso a la prisión. Aunque el acceso para aquella clase de fines nunca había sido denegado en otros tiempos, la costumbre había caído en desuso; y al sopesar las posibles dificultades con que se encontraría, estuvo otra vez a punto de verse impelida a recurrir a su marido. Pero cuando le sondeó acerca de las sesiones del tribunal de justicia él se mostró tan poco comunicativo, tan frío —más que de costumbre—, que ella no continuó y decidió que, hiciera lo que hiciese, lo haría sola.
La fortuna, adversa hasta entonces, se mostró inesperadamente favorable. El jueves que precedía al sábado fijado para la ejecución, Lodge le comunicó que pensaba ausentarse otros dos o tres días por una cuestión de negocios relacionada con una feria, y que lamentaba no poder llevarla con él.
Ella exteriorizó en esta ocasión tal presteza a quedarse en casa que él la miró con sorpresa. En otro tiempo se habría mostrado profundamente decepcionada por perderse la excursión. Pero él volvió a sumirse en su acostumbrada taciturnidad, y el día mencionado partió de Holmstoke.
Ahora le tocaba a ella. Al principio había pensado ir en carro, pero después de reflexionar juzgó que no le convenía, ya que aquello la obligaría a mantenerse dentro de la carretera principal, multiplicando así por diez el riesgo de que su horripilante misión fuera descubierta. Decidió ir a caballo y eludir así la trillada senda, aun cuando no había en los establos de su marido, en aquellos momentos, ningún animal que pudiera considerarse, por mucho esfuerzo de imaginación que se hiciera, montura apropiada para una dama —a pesar de la promesa que él le había hecho antes de casarse de que siempre tendría una yegua para ella—. Tenía, en cambio, muchos caballos de tiro, buenos para su género; y entre los demás había una bestia aprovechable: un caballo de amazona con el lomo tan ancho como un sofá, en el cual Gertrude había dado de vez en cuando algún paseo cuando no se encontraba bien. Eligió este caballo.
El viernes por la tarde uno de los hombres de la granja se lo trajo. Ella ya estaba preparada y, antes de salir, se miró el brazo marchito.
—¡Ah! —le dijo—. ¡De no haber sido por ti me habría ahorrado esta terrible prueba!
Mientras el criado liaba con unas cuerdas el paquete que ella llevaba con alguna ropa, Gertrude aprovechó para decirle:
—Me llevo esto por si acaso no regreso esta misma noche de casa de la persona que voy a visitar. No os alarméis si no estoy de vuelta a las diez, y cerrad la casa con llave como de costumbre. Mañana, sin ninguna duda, estaré en casa.
Entonces, pensaba, se lo contaría todo a su marido, a solas: el acto ya realizado no era lo mismo que el acto proyectado. Estaba casi segura de que él la perdonaría.
Y así, la hermosa y palpitante Gertrude salió de la casa solariega de su marido; pero aunque su destino era Casterbridge no tomó la ruta que iba allí directamente y que pasaba por Stickleford. La dirección que astutamente tomó al principio era precisamente la opuesta. Pero en cuanto estuvo fuera del alcance de la vista torció a la izquierda por un camino que llevaba a Egdon, y al entrar en el erial hizo girar al caballo sobre sus cascos y se puso en marcha en la verdadera dirección, hacia el oeste. No se podría imaginar camino más solitario que aquél en todo el condado; y en cuanto a la dirección que tenía que seguir, simplemente había de mantener la cabeza del caballo mirando hacia un punto un poco a la derecha del sol. Además, sabía que de vez en cuando se encontraría con algún cortador de retama o campesino que podría hacerle rectificar la orientación.
Aunque la época es relativamente reciente, Egdon tenía entonces un carácter mucho más fragmentario que ahora. Los ensayos —afortunados y de los otros— de labranza en las vertientes más bajas, que penetran y roturan el primitivo erial convirtiéndolo en pequeños eriales individuales, no habían llegado muy lejos; las leyes de cercado no estaban en vigor, y aún no se habían erigido los márgenes y vallas que en la actualidad impiden el paso del ganado de los aldeanos que en otros tiempos disfrutaban de los derechos de pastos y el de los carros de los que gozaban del privilegio de extraer turba, actividad que los mantenía ocupados durante todo el año. Gertrude, por tanto, cabalgaba sin más obstáculos que los espinosos arbustos de retama, las alfombrillas de brezos, los blancos arroyos y los declives y pendientes naturales del terreno.
El caballo era tranquilo, de marcha pesada y lenta, y aunque era un animal de tiro, era fácil de dominar; ella era una mujer que, de no haber sido tan dócil su montura, no podría haberse arriesgado a cabalgar por aquella parte de la región con un brazo medio inútil. Eran ya cerca de las ocho, en consecuencia, cuando aflojó las riendas para que el animal descansara un poco antes de bajar por la última pendiente del camino de brezos que conducía a Casterbridge, la última antes de dejar Egdon por los valles cultivados.
Se detuvo delante de una poza llamada «La charca de los juncos», flanqueada por los extremos de dos setos; una cerca atravesaba el centro de la charca, dividiéndola en dos mitades. Por encima de la cerca vio la verde tierra baja; por encima de los verdes árboles los tejados del pueblo; por encima de los tejados una lisa fachada blanca que indicaba la entrada a la cárcel del condado. Sobre el tejado de esta fachada se movían unas pequeñas manchas; parecían obreros erigiendo algo. Gertrude sintió un escalofrío. Descendió lentamente y pronto se encontró entre pastos y campos de cereales. Media hora más tarde, cuando ya casi era de noche, Gertrude llegó al «Cervatillo Blanco», la primera posada del pueblo que se veía llegando por este lado.
Su llegada provocó poca sorpresa; por entonces las mujeres de los granjeros iban a caballo con más frecuencia que ahora; aunque, en tal sentido, nadie se imaginó en absoluto que la señora Lodge fuera casada; el posadero supuso que sería alguna joven atolondrada que había venido a presenciar la «feria de ahorcados» del día siguiente. Ni su marido ni ella hacían nunca negocios en el mercado de Casterbridge, de modo que allí no era conocida. Mientras desmontaba vio un tropel de muchachos en la puerta de la tienda de un guarnicionero —que estaba justo al lado de la posada— mirando dentro con profundo interés.
—¿Qué pasa ahí? —le preguntó al mozo de cuadra. —Están haciendo la cuerda para mañana.
Ella se estremeció en respuesta y contrajo el brazo.
—Después se vende la pulgada —prosiguió el hombre—. Si quiere le puedo conseguir un trozo, señorita, por nada.
Ella rechazó apresuradamente cualquier deseo parecido, más que nada por una singular sensación que iba en aumento de que el destino del miserable que habían condenado se estaba entrelazando con el suyo propio, y después de dejar apalabrada una habitación para pasar la noche, se sentó a reflexionar.
Hasta aquel momento no había tenido más que muy vagas ideas acerca de los medios que emplearía para tener acceso a la prisión. Las palabras del habilidoso solitario volvieron a su mente. El había dado por supuesto que ella habría de utilizar su belleza, aunque estuviera deteriorada, como llave maestra. En su inexperiencia, sabía poco acerca de los funcionarios de una cárcel; había oído hablar de un jefe superior y de un subjefe, pero confusamente. Lo que sí sabía es que tenía que haber un verdugo, y al verdugo decidió recurrir.
Aquella revelación se afincó en las profundidades de la mente de Gertrude. Su carácter era más bien tímido; y, probablemente, de entre todos los remedios que el mago blanco pudiera haber sugerido, no había ninguno que le produjera tanta aversión como éste, sin contar con los enormes obstáculos que encontraría en el camino de su realización.
Casterbridge, la ciudad del condado, estaba a doce o quince millas; y aunque en aquellos tiempos; en que se ejecutaba a la gente por robar caballos, provocar incendios y desvalijar las casas, rara vez pasaba una sesión del tribunal de justicia en la que no hubiera una ahorcamiento, no era probable que ella pudiera tener acceso al cadáver del criminal sin ningún tipo de ayuda. Y el miedo a la cólera de su marido hacía que no se atreviera a decir, ni a él ni a nadie que tuviera que ver algo con él, ni una palabra acerca de la sugerencia de Trendle.
No hizo nada durante meses, y llevó con resignación, como antes, su deformidad. Pero su naturaleza de mujer, que anhelaba la reconquista del amor mediante la reconquista de la belleza (sólo tenía veinticinco años), estaba siempre incitándola a probar lo que, en cualquier caso, difícilmente podría hacerle daño alguno. «Lo que vino con un hechizo se irá seguramente con un hechizo», se decía. Cada vez que su imaginación le presentaba el hecho, ella se estremecía de horror ante la mera posibilidad de llevarlo a la práctica: entonces las palabras del brujo «transformará la sangre» se aparecían, susceptibles de una interpretación no menos científica que espectral; el imperioso deseo retornaba, y de nuevo la apremiaba.
En aquella época no había más que un solo periódico en el condado y el marido de Gertrude sólo lo adquiría de vez en cuando. Pero aquellos tiempos anticuados tenían sus anticuados medios de difusión, y las noticias se transmitían ampliamente de viva voz, de mercado en mercado, o de feria en feria; de modo que, cada vez que un acontecimiento de la importancia de una ejecución iba a tener lugar, pocos, dentro de un radio de veinte millas, dejaban de enterarse de que iba a haber un buen espectáculo; y, sólo en lo que se refería a Holmstoke, se sabía de algunos entusiastas que habían recorrido el camino hasta Casterbridge y habían vuelto en un solo día, con el único fin de ser testigos del espectáculo. Las próximas sesiones del tribunal de justicia eran en marzo; y cuando Gertrude se enteró de que ya se habían celebrado, fue a escondidas a la posada, a preguntar por el resultado, en cuanto pudo encontrar una ocasión.
Era, sin embargo, demasiado tarde. La hora de que se cumplieran las sentencias había llegado ya, y hacer el viaje y conseguir tener acceso a la prisión en un plazo tan corto requería, por lo menos, la ayuda de su marido. No se atrevió a decírselo, pues sabía, por delicada experiencia, que la sola mención de aquellas ocultas creencias de aldea le enfurecían, en parte porque él mismo las tomaba en consideración. Había, por tanto, que esperar otra oportunidad.
Su decisión se vio reafirmada al enterarse de que dos niños epilépticos de la misma aldea de Holmstoke habían acudido, muchos años antes, con resultados beneficiosos, aunque el experimento había sido severamente condenado por el clero de la vecindad. Pasó abril, mayo, junio; y no es una exageración decir que hacia el final del último mes mencionado Gertrude casi anhelaba la muerte de un semejante. En lugar de las obligadas oraciones de cada noche, su inconsciente oración era: «Oh, Señor, ¡ahorca pronto a alguien, sea culpable o inocente!»
Esta vez hizo antes sus indagaciones y fue mucho más sistemática en sus preparativos. Además, la estación era verano, entre el henaje y la cosecha, y su marido, durante la temporada de inactividad que atravesaba gracias a esto, se tomaba de vez en cuando algunos días de vacaciones fuera de casa.
Las sesiones del tribunal eran en julio, y fue a la posada como la vez anterior. Iba a haber una ejecución —sólo una— por un delito de incendio.
Su mayor problema no era ahora cómo llegar hasta Casterbridge, sino qué medios debería emplear para conseguir acceso a la prisión. Aunque el acceso para aquella clase de fines nunca había sido denegado en otros tiempos, la costumbre había caído en desuso; y al sopesar las posibles dificultades con que se encontraría, estuvo otra vez a punto de verse impelida a recurrir a su marido. Pero cuando le sondeó acerca de las sesiones del tribunal de justicia él se mostró tan poco comunicativo, tan frío —más que de costumbre—, que ella no continuó y decidió que, hiciera lo que hiciese, lo haría sola.
La fortuna, adversa hasta entonces, se mostró inesperadamente favorable. El jueves que precedía al sábado fijado para la ejecución, Lodge le comunicó que pensaba ausentarse otros dos o tres días por una cuestión de negocios relacionada con una feria, y que lamentaba no poder llevarla con él.
Ella exteriorizó en esta ocasión tal presteza a quedarse en casa que él la miró con sorpresa. En otro tiempo se habría mostrado profundamente decepcionada por perderse la excursión. Pero él volvió a sumirse en su acostumbrada taciturnidad, y el día mencionado partió de Holmstoke.
Ahora le tocaba a ella. Al principio había pensado ir en carro, pero después de reflexionar juzgó que no le convenía, ya que aquello la obligaría a mantenerse dentro de la carretera principal, multiplicando así por diez el riesgo de que su horripilante misión fuera descubierta. Decidió ir a caballo y eludir así la trillada senda, aun cuando no había en los establos de su marido, en aquellos momentos, ningún animal que pudiera considerarse, por mucho esfuerzo de imaginación que se hiciera, montura apropiada para una dama —a pesar de la promesa que él le había hecho antes de casarse de que siempre tendría una yegua para ella—. Tenía, en cambio, muchos caballos de tiro, buenos para su género; y entre los demás había una bestia aprovechable: un caballo de amazona con el lomo tan ancho como un sofá, en el cual Gertrude había dado de vez en cuando algún paseo cuando no se encontraba bien. Eligió este caballo.
El viernes por la tarde uno de los hombres de la granja se lo trajo. Ella ya estaba preparada y, antes de salir, se miró el brazo marchito.
—¡Ah! —le dijo—. ¡De no haber sido por ti me habría ahorrado esta terrible prueba!
Mientras el criado liaba con unas cuerdas el paquete que ella llevaba con alguna ropa, Gertrude aprovechó para decirle:
—Me llevo esto por si acaso no regreso esta misma noche de casa de la persona que voy a visitar. No os alarméis si no estoy de vuelta a las diez, y cerrad la casa con llave como de costumbre. Mañana, sin ninguna duda, estaré en casa.
Entonces, pensaba, se lo contaría todo a su marido, a solas: el acto ya realizado no era lo mismo que el acto proyectado. Estaba casi segura de que él la perdonaría.
Y así, la hermosa y palpitante Gertrude salió de la casa solariega de su marido; pero aunque su destino era Casterbridge no tomó la ruta que iba allí directamente y que pasaba por Stickleford. La dirección que astutamente tomó al principio era precisamente la opuesta. Pero en cuanto estuvo fuera del alcance de la vista torció a la izquierda por un camino que llevaba a Egdon, y al entrar en el erial hizo girar al caballo sobre sus cascos y se puso en marcha en la verdadera dirección, hacia el oeste. No se podría imaginar camino más solitario que aquél en todo el condado; y en cuanto a la dirección que tenía que seguir, simplemente había de mantener la cabeza del caballo mirando hacia un punto un poco a la derecha del sol. Además, sabía que de vez en cuando se encontraría con algún cortador de retama o campesino que podría hacerle rectificar la orientación.
Aunque la época es relativamente reciente, Egdon tenía entonces un carácter mucho más fragmentario que ahora. Los ensayos —afortunados y de los otros— de labranza en las vertientes más bajas, que penetran y roturan el primitivo erial convirtiéndolo en pequeños eriales individuales, no habían llegado muy lejos; las leyes de cercado no estaban en vigor, y aún no se habían erigido los márgenes y vallas que en la actualidad impiden el paso del ganado de los aldeanos que en otros tiempos disfrutaban de los derechos de pastos y el de los carros de los que gozaban del privilegio de extraer turba, actividad que los mantenía ocupados durante todo el año. Gertrude, por tanto, cabalgaba sin más obstáculos que los espinosos arbustos de retama, las alfombrillas de brezos, los blancos arroyos y los declives y pendientes naturales del terreno.
El caballo era tranquilo, de marcha pesada y lenta, y aunque era un animal de tiro, era fácil de dominar; ella era una mujer que, de no haber sido tan dócil su montura, no podría haberse arriesgado a cabalgar por aquella parte de la región con un brazo medio inútil. Eran ya cerca de las ocho, en consecuencia, cuando aflojó las riendas para que el animal descansara un poco antes de bajar por la última pendiente del camino de brezos que conducía a Casterbridge, la última antes de dejar Egdon por los valles cultivados.
Se detuvo delante de una poza llamada «La charca de los juncos», flanqueada por los extremos de dos setos; una cerca atravesaba el centro de la charca, dividiéndola en dos mitades. Por encima de la cerca vio la verde tierra baja; por encima de los verdes árboles los tejados del pueblo; por encima de los tejados una lisa fachada blanca que indicaba la entrada a la cárcel del condado. Sobre el tejado de esta fachada se movían unas pequeñas manchas; parecían obreros erigiendo algo. Gertrude sintió un escalofrío. Descendió lentamente y pronto se encontró entre pastos y campos de cereales. Media hora más tarde, cuando ya casi era de noche, Gertrude llegó al «Cervatillo Blanco», la primera posada del pueblo que se veía llegando por este lado.
Su llegada provocó poca sorpresa; por entonces las mujeres de los granjeros iban a caballo con más frecuencia que ahora; aunque, en tal sentido, nadie se imaginó en absoluto que la señora Lodge fuera casada; el posadero supuso que sería alguna joven atolondrada que había venido a presenciar la «feria de ahorcados» del día siguiente. Ni su marido ni ella hacían nunca negocios en el mercado de Casterbridge, de modo que allí no era conocida. Mientras desmontaba vio un tropel de muchachos en la puerta de la tienda de un guarnicionero —que estaba justo al lado de la posada— mirando dentro con profundo interés.
—¿Qué pasa ahí? —le preguntó al mozo de cuadra. —Están haciendo la cuerda para mañana.
Ella se estremeció en respuesta y contrajo el brazo.
—Después se vende la pulgada —prosiguió el hombre—. Si quiere le puedo conseguir un trozo, señorita, por nada.
Ella rechazó apresuradamente cualquier deseo parecido, más que nada por una singular sensación que iba en aumento de que el destino del miserable que habían condenado se estaba entrelazando con el suyo propio, y después de dejar apalabrada una habitación para pasar la noche, se sentó a reflexionar.
Hasta aquel momento no había tenido más que muy vagas ideas acerca de los medios que emplearía para tener acceso a la prisión. Las palabras del habilidoso solitario volvieron a su mente. El había dado por supuesto que ella habría de utilizar su belleza, aunque estuviera deteriorada, como llave maestra. En su inexperiencia, sabía poco acerca de los funcionarios de una cárcel; había oído hablar de un jefe superior y de un subjefe, pero confusamente. Lo que sí sabía es que tenía que haber un verdugo, y al verdugo decidió recurrir.
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