Prosa: Alejandra Pizarnik -La Condesa Sangrienta - Parte 3 - La fuerza de un hombre - Un marido guerrero - El espejo de la melancolía - Links
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Prosa: Alejandra Pizarnik -La Condesa Sangrienta - Parte 3 - La fuerza de un hombre - Un marido guerrero - El espejo de la melancolía - Links | Posted on 0:26
LA FUERZA DE
UN NOMBRE
Et
la folie et la froideur erraient sans
but
dans la maison.
MILOSZ
El
nombre Báthory --en cuya fuerza Erzébeth creía como en la de un extraordinario talismán--
fue ilustre desde los comienzos de Hungría. No es casual que el escudo familiar
ostentara los dientes del lobo, pues los Báthory eran crueles, temerarios y lujuriosos.
Los numerosos casamientos entre parientes cercanos colaboraron, tal vez, en la aparición
e enfermedades e inclinaciones hereditarias: epilepsia, gota, lujuria. Es
probable que Erzébeth fuera epiléptica ya que le sobrevenían crisis de posesión
tan imprevistas como sus terribles dolores de ojos y sus jaquecas (que
conjuraba posándose una paloma herida pero viva sobre la frente).
Los
parientes de la condesa no desmerecían la fama de su linaje. Su tío Istvan, por
ejemplo, estaba tan loco que confundía el verano con el invierno, haciéndose
arrastrar en trineo por las ardientes arenas que para él eran caminos nevados;
o su primo Gábor, cuya pasión incestuosa fue correspondida por su hermana. Pero
la más simpática era la célebre tía Klara. Tuvo cuatro maridos (los dos
primeros fueron asesinados por ella) y murió de su propia muerte folletinesca:
un bajá la capturó en compañía de su amante de turno: el infortunado fue luego
asado en una parrilla. En cuanto a ella, fue violada --si se puede emplear este
verbo a su respecto-- por toda la guarnición turca. Pero no murió por ello, al
contrario, sino porque sus secuestradores --tal vez exhaustos de violarla-- la
apuñalaron. Solía recoger a sus amantes por los caminos de Hungría y no le
disgustaba arrojarse sobre algún lecho en donde, precisamente, acababa de
derribar a una de sus doncellas.
Cuando
la condesa llegó a la cuarentena, los Báthory se habían ido apagando y consumiendo
por obra de la locura y de las numerosas muertes sucesivas. Se volvieron casi
sensatos, perdiendo por ello el interés que suscitaban en Erzébeth. Cabe
advertir que, al volverse la suerte contra ella, los Báthory, si bien no la
ayudaron, tampoco le reprocharon nada.
UN
MARIDO GUERRERO
Cuando
el hombre guerrero
me
encerraba en sus brazos
era
un placer para mí...
Elegía
anglo-sajona (s. VIII)
En 1575, a los 15 años de
edad, Erzébet se casó con Ferencz Nadasdy, guerrero de extraordinario valor.
Este coeur simple nunca
se enteró de que la dama que despertaba en él un cierto amor mezclado de temor
era un monstruo. Se le allegaba durante las treguas bélicas impregnado del olor
de los caballos y de la sangre derramada --aún no habían arraigado las normas
de higiene--, lo cual emocionaba activamente a la delicada Erzébet, siempre
vestida con ricas telas y perfumada con lujosas esencias.
Un
día en que paseaban por los jardines del castillo, Nadasdy vio a una niña
desnuda amarrada a un árbol; untada con miel, moscas y hormigas la recorrían y
ella sollozaba. La condesa le explicó que la niña estaba expiando el robo de un
fruto. Nadasdy rió candorosamente, como si le hubieran contado una broma.
El
guerrero no admitía ser importunado con historias que relacionaban a su mujer
con mordeduras, agujas, etc. Grave error: ya de recién casada, durante esas
crisis cuya fórmula era el secreto de los Báthory, Erzébet pinchaba a sus
sirvientas con largas agujas; y cuando, vencida por sus terribles jaquecas,
debía quedarse en cama, les mordía los hombros y masticaba los trozos de carne
que había podido extraer. Mágicamente, los alaridos de las muchachas le
calmaban los dolores.
Pero
estos son juegos de niños --o de niñas. Lo cierto es que en vida de su esposo
no llegó al crimen.
EL
ESPEJO DE LA MELANCOLÍA
¡Todo es espejo!
OCTAVIO
PAZ
...vivía
delante de su gran espejo sombrío, el famoso espejo cuyo modelo había diseñado
ella misma...Tan confortable era que presentaba unos salientes en donde apoyar
los brazos de manera de permanecer muchas horas frente a él sin fatigarse.
Podemos
conjeturar que habiendo creído diseñar un espejo, Erzébet trazó los planos de
su morada. Y ahora comprendemos por qué sólo la música más arrebatadoramente triste
de su orquesta de gitanos o las riesgosas partidas de caza o el violento
perfume de las hierbas mágicas en la cabaña de la hechicera o -sobre todo- los
subsuelos anegados de sangre humana, pudieron alumbrar en los ojos de su
perfecta cara algo a modo de mirada viviente. Porque nadie tiene más sed de
tierra, de sangre y de sexualidad feroz que estas criaturas que habitan los
fríos espejos. Y a propósito de espejos: nunca pudieron aclararse los rumores
acerca de la homosexualidad de la condesa, ignorándose si se trataba de una
tendencia inconsciente o si, por lo contrario, la aceptó con naturalidad, como
un derecho más que le correspondía. En lo esencial, vivió sumida en su ámbito
exclusivamente femenino. No hubo sino mujeres en sus noches de crímenes. Luego,
algunos detalles, son obviamente reveladores: por ejemplo, en la sala de
torturas, en los momentos de máxima tensión, solía introducir ella misma un
cirio ardiente en el sexo de la víctima. También hay testimonios que dicen de
una lujuria menos solitaria. Una sirvienta aseguró en el proceso que una aristocrática
y misteriosa dama vestida de mancebo visitaba a la condesa. En una ocasión las
descubrió juntas, torturando a una muchacha. Pero se ignora si compartían otros
placeres que los sádicos.
Continúo
con el tema del espejo. Si bien no se trata de explicar a esta siniestra
figura, es preciso detenerse en el hecho de que padecía el mal del siglo XVI:
la melancolía.
Un
color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de
luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo
inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia. Éste quisiera liberar
al prisionero, pero cualquier tentativa fracasa como hubiera fracasado Teseo si
, además de ser él mismo, hubiese sido, también, el Minotauro; matarlo,
entonces, habría exigido matarse. Pero hay remedios fugitivos: los placeres
sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería
de ecos y de espejos que es el alma melancólica. Y más aún: hasta pueden
iluminar ese recinto enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música
con figuras de vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente.
Luego, cuando se acabe la cuerda, habrá que retornar a la inmovilidad y al
silencio. La cajita de música no es un medio de comparación gratuito. Creo que
la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo
trastornado.
Mientras
afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud
exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado
desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya "la farsa
que todos tenemos que representar". Pero por un instante -sea por una
música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia-, el
ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo
externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el
yo vibra animado por energías delirantes.
Al
melancólico el tiempo se le manifiesta como suspensión del transcurrir -en
verdad, hay un transcurrir, pero su lentitud evoca el crecimiento de las uñas
de los muertos que precede y continúa a la violencia fatalmente efímera. Entre
dos silencios o dos muertes, la prodigiosa y fugaz velocidad, revestida de
variadas formas que van de la inocente ebriedad a las perversiones sexuales y
aun al crimen. Y pienso en Erzébet Báthory y en sus noches cuyo ritmo medían
los gritos de las adolescentes. El libro que comento en estas notas lleva un
retrato de la condesa: la sombría y hermosa dama se parece a la alegoría de la
melancolía que muestran los viejos grabados. Quiero recordar, además, que en su
época una melancólica significaba una poseída por el demonio.
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